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2 – Las cláusulas del hierro

Capítulo 2 – Las cláusulas del hierro

La oficina de Victoria Montaldo olía a cera y a orden excesivo. Cada objeto sobre el escritorio de mármol estaba dispuesto con precisión matemática: las carpetas alineadas, los lapiceros en un mismo ángulo, el reloj marcando las 9:00 exactas. A esa hora, Samuel Duarte cruzó la puerta con un nudo en la garganta.

En sus manos llevaba la carpeta que ella le había entregado la noche anterior: el contrato. Cada página pesaba como plomo. Lo había leído una, dos, cinco veces durante la madrugada, y todavía sentía que aquello era una locura demasiado grande para su vida.

Victoria lo observaba desde su silla, erguida como un soldado.

—Siéntese, Duarte.

Samuel obedeció. El cuero de la silla crujió bajo su peso. Abrió la carpeta y pasó la primera hoja con los dedos rígidos. La cláusula uno brillaba en negritas: “Confidencialidad absoluta: la relación no podrá ser divulgada fuera del círculo familiar inmediato.”

Tragó saliva.

—Señorita Montaldo… —su voz tembló apenas, pero lo suficiente para que ella levantara una ceja—. Yo… no sé fingir. No es lo mío. Siempre fui como soy. Los huéspedes, mis compañeros… todos me conocen así. No sé si voy a poder actuar como usted quiere.

Victoria lo miró con frialdad calculada, pero en su interior una chispa se encendió.

—Entonces aprenda —respondió, cortante—. Porque aquí no se trata de usted. Se trata de mí, de mi padre y yo soy de hierro.

Samuel bajó la mirada al contrato. Sentía el sudor corriéndole por la espalda. Las palabras eran duras, como barrotes: no involucrarse emocionalmente, no interferir en la vida privada del otro, mantener la apariencia de pareja ante terceros. Todo aquello iba contra su naturaleza. Él nunca había sabido disfrazar nada: si estaba triste, se notaba; si estaba contento, también. La sinceridad lo había acompañado como un defecto y una virtud a la vez. ¿Cómo iba a mentir con algo tan grande?

Al otro lado del escritorio, Victoria mantenía el rostro imperturbable, pero su mente viajó, contra su voluntad, a la escena que había marcado el inicio de todo.

El perfume a cera recién pasada flotaba en los pasillos aquella mañana. El taconeo de Victoria sobre la moqueta azul retumbaba como un eco de sentencia. Llegó al despacho de su padre y, al abrir la puerta, el mundo se quebró.

Ernesto Montaldo estaba en el suelo, desplomado junto al escritorio, con la mano extendida hacia el teléfono, el rostro torcido por el ACV. Los ojos desorbitados la buscaron, pidiendo auxilio.

—¡Papá! —Victoria cayó de rodillas, lo sostuvo, intentó reanimarlo con las manos temblorosas—. ¡Respirá, por favor!

Un murmullo gutural fue todo lo que él pudo responder.

Entonces oyó un tintinear de copas.

Levantó la vista.

Fabián Segovia y Valerie Nobile estaban allí. Su novio y su mejor amiga.Vistiéndose la desnudez , con copas de vino en la mano, brindaban aún, como si nada. El vino derramado manchaba el alfombrado y el perfume barato de Valerie impregnaba el aire.

Victoria sintió que el corazón le estallaba.

—No es lo que parece —dijo Fabián, acomodándose el cinturón.

—Vicky, yo… —balbuceó Valerie.

Ella no los escuchó.Llamo a emergencia por el teléfono fijo y sobre el escritorio vio una carpeta roja, abierta como una herida. La tomó. EMBARGO PREVENTIVO. Firmas de Ricardo Segovia. La e****a estaba consumada. Su padre se desplomó al descubrir que lo habían despojado del hotel. Y ellos celebraban la ruina con vino y traición en el mismo lugar.

La bofetada que le dio a Fabián resonó como un trueno.

—¡Fuera de aquí! —rugió, con una voz que ni ella reconoció.

El jefe de seguridad acudió y los echó. Adrián protestó, Valerie lloró, pero nada cambió. La ambulancia llegó en minutos y se llevó a Ernesto.

Esa mañana, entre la carpeta roja y el cuerpo de su padre, Victoria murió como hija confiada y nació como la Reina de Hierro.

El recuerdo se desvaneció cuando Samuel cerró la carpeta del contrato con un golpe seco. Tenía la mandíbula apretada.

—No me gusta, señorita Montaldo —dijo al fin—. No me gusta mentir,pero entiendo lo que está en juego. Su padre… me dio trabajo cuando yo no tenía nada. Si ahora puedo hacer algo para darle paz, lo voy a hacer.Don Ernesto es un buen hombre.

Victoria lo miró a los ojos fijamente. Por un segundo, el hielo de sus ojos dejó ver un destello de gratitud, casi imperceptible.

—Entonces firme.

Samuel tomó la pluma. Su pulso temblaba, pero estampó su nombre. Sintió que con esa firma no solo estaba hipotecando su futuro, sino también su propia identidad.

Al levantarse, soltó una confesión en voz baja, como quien deja caer una verdad demasiado pesada:

—Voy a intentarlo, pero no sé si sé fingir.

Victoria lo atravesó con la mirada.

—Entonces míreme a mí y aprenda —respondió—. Porque llevo mucho tiempo haciéndolo y es muy fácil.

Cuando Samuel salió del despacho, el aire en sus pulmones se sintió más espeso. Era consciente de que acababa de entrar en una mentira que podría devorarlo. Y sin embargo, había algo en la vulnerabilidad oculta de Victoria que le impedía arrepentirse.

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