Capítulo 4– Las reglas del hierro
El sol apenas comenzaba a teñir de dorado la fachada del Hotel Montaldo cuando la camioneta negra se detuvo frente a la entrada principal. Adentro, el silencio pesaba más que las palabras. Samuel mantenía las manos firmes sobre sus rodillas, mientras a su lado Victoria repasaba mentalmente el guion que había decidido imponer. —Si vamos a entrar juntos, hay cosas que tenés que entender —dijo ella, clavando los ojos en el parabrisas, sin girarse hacia él—. A partir de hoy, tenemos que empezar a mostrarnos como pareja dentro del hotel. Samuel asintió despacio. —Está bien. —No vas a meterte en nada de lo que yo diga. No cuestionás mis decisiones, no hablás de nadie. Y recordá la cláusula: si alguien se entera del contrato, vos vas a pagar caro. Él la observó de reojo. Había algo en su tono que sonaba más a advertencia que a instrucción. —Si usted no dice nada, yo no diré nada —respondió, con calma. Luego, bajando apenas la voz, añadió—: Tengo palabra, señorita Montaldo. Ella apretó los labios. Algo en ese “señorita Montaldo” le pinchó el orgullo. —Samuel… —giró apenas el rostro, enfrentándolo—. Si vamos a fingir que somos pareja, me vas a llamar por mi nombre. Victoria. La mirada de Samuel se sostuvo en la de ella unos segundos que parecieron eternos. Había un desafío implícito en sus ojos claros, como si dijera: decidite, ¿querés distancia o querés el teatro perfecto? —De acuerdo… Victoria —pronunció despacio, como probando el peso de la palabra. Ambos salieron del auto sin agregar nada más. El lobby hervía con murmullos de huéspedes. Una mujer mayor discutía alterada en el mostrador mientras un recepcionista joven, sudando, hojeaba papeles sin encontrar respuestas. A su lado, un hombre en silla de ruedas respiraba con dificultad. —Reservamos hace semanas —decía la mujer, mostrando la pantalla de su celular—. Pedí planta baja, cerca de la piscina. Mi esposo no puede caminar mucho. ¡Aquí está la confirmación! El recepcionista tartamudeaba, incapaz de sostener la situación. Victoria se acercó con el gesto gélido que todos conocían. Ya estaba lista para fulminar al empleado cuando Samuel la detuvo con un gesto tranquilo. —Victoria —dijo en voz clara, llamándola por su nombre. El lobby enmudeció un instante. Todos habían escuchado. Samuel se volvió hacia la señora con una sonrisa firme. —Tuvo razón en enojarse, señora. El error fue nuestro. El gerente anterior dejó mal asentada la reserva. Pero vamos a solucionarlo ya mismo. El recepcionista abrió la boca para replicar, pero Samuel lo frenó con un gesto leve. —No se preocupe por las tarifas. Le ofreceremos una habitación cómoda, en planta baja, al lado de la piscina. Usted y su esposo son clientes habituales, y lo van a seguir siendo. La mujer suspiró aliviada. —Gracias, joven. Es lo único que pedíamos. —Y es lo mínimo que merecen —cerró Samuel, entregándole la llave con seguridad. Victoria, a un costado, lo observaba con una mezcla de sorpresa y recelo. Ella habría resuelto con firmeza, imponiendo autoridad. Samuel, en cambio, lo había hecho con humanidad, en apenas dos minutos. Y lo había hecho usando su nombre delante de todos, sin temblar. Ese gesto, esa calma, lo llevó de golpe a un recuerdo. Samuel volvió mentalmente a aquella mañana, semanas atrás, cuando todo estalló. Había llegado para cubrir su turno de recepción y encontró el lobby patas arriba. El gerente, sudoroso, confundía reservas, entregaba llaves equivocadas, discutía con huéspedes. Y entonces ella apareció: erguida, impecable, con la mirada helada. —Un gerente no hace lo que puede. Hace lo que debe —había sentenciado Victoria, frente a empleados y clientes. Y luego, sin titubear, lo echó. En público, sin darle espacio a la defensa. Samuel la había observado en silencio, con la carta de embargo aún en el bolsillo de su chaqueta. Aquel día decidió pedir el puesto. No por ambición, sino porque entendió dos cosas: que la Reina de Hierro no perdonaba errores, y que si quería salvar la casa de su madre, debía arriesgarlo todo. Ahora, al verla a su lado, Samuel sintió la misma punzada en el pecho. Él no era como ella. No sabía fingir frialdad. No podía pararse frente a un huésped y escupir hielo. Pero mientras Victoria avanzaba hacia los ascensores, él pensó que quizás ese era el punto. Que su manera —su calma, su humanidad— podía ser justo lo que el hotel necesitaba… y lo que a ella le costaba tanto admitir. Y aunque sabía que esa mentira los iba a arrastrar a los dos, Samuel respiró hondo y se dijo a sí mismo: voy a aprender a fingir, aunque me cueste la vida.