3 – Mentira Piadosa

Capítulo 3 – Mentira Piadosa

El reloj de pared del hospital marcaba las ocho de la mañana cuando la voz quebrada de Ernesto Montaldo rompió el silencio.

—Vicky… —susurró, con un hilo de voz—. Verte… casada… antes de irme.

Clara, que estaba sentada a su lado, le acarició la mano con ternura. Sus ojos húmedos imploraban lo que las palabras del marido apenas alcanzaban a expresar. Victoria sintió que un hierro al rojo vivo le atravesaba el pecho. No era la primera vez que lo pedía, pero esa mañana lo repitió con una claridad que no dejaba lugar a dudas: quería verla con alguien a su lado, aunque supiera que la enfermedad lo estaba consumiendo.

Samuel estaba allí, en un rincón, cumpliendo con el rol que Victoria le había impuesto. No llevaba la seguridad de un actor, sino la incomodidad de un hombre que jamás supo fingir. Su traje parecía quedarle demasiado rígido, y sus manos, escondidas en los bolsillos, se tensaban cada vez que Ernesto lo miraba.

—Papá,mira ya no estoy sola…

Entonces, el padre volvió a hablar.

—Beso… Samuel.

El aire de la sala se congeló. Clara levantó la cabeza con asombro, y Victoria sintió cómo su coraza de hierro crujía por dentro. No habían ensayado nada. No estaba en ninguna cláusula. Y, sin embargo, Ernesto lo pedía con la inocencia de un niño.

Victoria clavó los ojos en Samuel, como una orden muda. Él tragó saliva, respiró hondo y se inclinó. El roce de sus labios fue breve, torpe, casi accidental, pero suficiente para que a ambos se les agitara la sangre. Victoria se obligó a no cerrar los ojos, pero el calor subiendo a sus mejillas la delató. Samuel se apartó enseguida, como si acabara de tocar fuego.

Ernesto sonrió. Una sonrisa débil, temblorosa, pero sonrisa al fin. Sus ojos brillaron con lágrimas, y por primera vez en semanas parecía en paz.

—Hija… no… sola —murmuró, antes de quedarse dormido de nuevo.

Clara apretó las manos de Victoria.

—Gracias —susurró, y aunque no precisó a quién de los dos se dirigía, Samuel sintió que el agradecimiento también era suyo.

Victoria apartó la mirada enseguida. No podía permitirse debilitarse frente a nadie.

Esa misma tarde, Samuel apareció en la mansión Montaldo con una camioneta cargada de herramientas. No llevaba traje ni corbata, sino ropa de trabajo. Sin pedir permiso, se arremangó la camisa y empezó a medir los pasillos, a clavar barandas, a instalar rampas. Preparaba el primer piso para cuando Ernesto recibiera el alta.

Victoria lo observaba desde la puerta, con los brazos cruzados.

—No tenías que hacerlo tú —dijo, seca.

—Un buen yerno lo haría —respondió él, sin levantar la vista.

La frase le atravesó la coraza. Era mentira, lo sabía. Un papel escrito en un contrato. Pero Samuel lo decía con una naturalidad que desarmaba.

El sonido del martillo contra la madera llenaba el aire. Cada golpe parecía hundir no solo un clavo, sino la convicción de Samuel de que este acuerdo no podía vivirse a medias. Clara bajó a mirar el progreso y se llevó una mano al pecho, emocionada.

—Está quedando perfecto. Ernesto podrá moverse sin miedo.

Victoria asintió, incapaz de decir algo más. Se encerró en su despacho, pero desde allí escuchaba los ruidos: muebles arrastrados, madera cortada, el murmullo de Samuel tarareando una melodía mientras trabajaba. No era un actor, era un hombre convirtiendo una casa solemne en un hogar.

Y ella, aunque no lo admitiera, sintió una punzada incómoda. Esa humanidad era exactamente lo que había desterrado de sí misma el día en que se convirtió en la Reina de Hierro.

La convivencia empezó al anochecer. Victoria dejó una hoja sobre la mesa del comedor, escrita con su letra firme:

—Puntualidad en las visitas al hospital. Horarios definidos. Nada de improvisar escenas frente al personal. Y, sobre todo, ni una palabra del contrato a nadie.

Samuel la leyó con el ceño fruncido.

—Usted no tiene idea de lo difícil que es fingir, ¿verdad? —dijo, alzando la hoja.

Victoria lo miró con frialdad.

—Yo llevo meses haciéndolo. Fingiendo que no me duele, que nada me afecta. Así que aprenda, señor Duarte.

Samuel no respondió. Lo suyo nunca fue fingir. Era un hombre transparente, y esa transparencia lo estaba volviendo prisionero de un papel que lo incomodaba más de lo que admitiría. Pero había dado su palabra, y Samuel no era de los que retrocedían.

Esa noche, cuando cada uno se encerró en su dormitorio, Samuel se quedó tendido en la cama mirando el techo. En sus labios aún ardía el eco de aquel beso. No era amor, se repetía. No debía sentir nada. Y sin embargo, en su pecho ya sabía que fingir sería mucho más difícil de lo que había imaginado.

Porque en esa mentira piadosa, la primera víctima estaba siendo él mismo.

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