CAPÍTULO — Cuando el hierro se vuelve carne
Samuel tardó unos segundos en animarse a entrar a la habitación.
No porque tuviera miedo del lugar, ni de los monitores, ni del olor a hospital que siempre le había resultado insoportable, sino porque lo que había visto desde el pasillo lo había desarmado de una manera que no esperaba. Victoria estaba ahí, quieta, demasiado quieta, con el rostro pálido y una venda blanca marcando su frente, tan distinta a la mujer que había enfrentado jueces, cámaras y traiciones sin bajar la cabeza, tan distinta a esa Reina de Hierro que había sostenido todo incluso cuando el mundo parecía decidido a aplastarla.
Empujó la puerta con cuidado, como si temiera que cualquier ruido pudiera herirla aún más, y dio dos pasos lentos hasta quedar al lado de la cama. El monitor marcaba un ritmo constante, regular, y aun así a Samuel le pareció un sonido amenazante, porque nunca antes había necesitado que una máquina le confirmara que ella seguía ahí.
La miró largo rat