Stefan
No sabía que una mujer podía ser tan descarada y tan jodidamente complicada hasta que me topé con Morgan Belmont.
La primera vez que la vi, pensé que sería fácil. Solo una doctora más con cara de pocos amigos y un orgullo que probablemente se desinflaría al enfrentarse a mí. Pero no. Morgan no se rompe, ni siquiera se dobla. Es puro fuego y acero bajo esa bata blanca y esas palabras afiladas que lanza como si fueran cuchillas.
Nunca me había encontrado con alguien tan testarudo. Tan desafiante. La mayoría de las personas se doblegan con una mirada o una amenaza bien colocada. Pero ella... No. Me planta cara con la misma fiereza con la que corta una herida o me empuja al límite con su lengua viperina y su actitud de quien no le debe nada a nadie.
Y eso me cabrea. Me desconcierta. Me fascina.
Porque por primera vez en mucho tiempo, alguien no se retira cuando me acerco. No me trata como si fuera intocable o como si el aire se volviera ácido a mi alrededor. Ella me mira como si fuera un hombre más, con todos mis defectos y mi poder, y le importa una m****a.
Pero al mismo tiempo, hay algo en su mirada que me llama. Algo que va más allá de su desafío constante. Es esa mezcla adictiva de arrogancia y vulnerabilidad que me vuelve loco.
Morgan Belmont no es como nadie que haya conocido. Y joder, eso me está metiendo en problemas. Porque en lugar de mantenerme alejado, lo único que quiero es acercarme más.
—Sabes, Morgan —digo con voz calmada mientras juego con el vaso de whisky entre mis dedos—. No me importaría casarme con tu hermana Olivia. Es bonita, educada, sabe comportarse como se debe. A diferencia de ti, claro.
La reacción es inmediata. Puedo verlo en cómo se tensan sus hombros y en la furia que se enciende en sus ojos. Ese verde tan brillante ahora parece afilado como cuchillas. Pero yo no me detengo, no cuando estoy decidido a provocarla.
—Además, me parece que sería más... manejable. Sumisa, incluso. No me daría problemas. Sería un matrimonio conveniente para ambos bandos. Seguro que a tu padre le encantaría la idea. —Lanzo las palabras como un veneno deliberado, cada sílaba calculada para ver hasta dónde puedo empujarla.
—Eres un verdadero imbécil, ¿lo sabías? —escupe ella, dando un paso hacia mí, como si fuera a lanzarse encima.
Levanto una ceja, divertido por su falta de control. —¿Te duele que considere a tu hermana una mejor opción? ¿O es que te molesta que alguien sea capaz de hacer algo que tú no puedes?
No me da tiempo a decir nada más. El golpe llega rápido y preciso. Su puño se estrella contra mi mandíbula con tanta fuerza que me tambaleo hacia atrás. Maldita sea, tiene más potencia de la que esperaba.
—No vuelvas a mencionar a Olivia —gruñe, con el pecho subiendo y bajando por la rabia. Sus ojos arden y la veo temblar, pero no de miedo. De furia. Pura y cruda.
Me paso la lengua por el labio y saboreo el ligero sabor metálico de la sangre. No puedo evitar sonreír. Este temperamento suyo es parte del maldito problema. La hace tan jodidamente interesante.
—Vaya, Morgan. ¿Celosa, tal vez? —provoco, ignorando el dolor y disfrutando cada segundo de verla perder el control.
Me miró con los ojos encendidos, la mandíbula apretada de pura rabia, como si estuviera a punto de lanzarse sobre mí y arrancarme la puta cabeza. Y yo, en lugar de tomarla en serio, solo solté una carcajada. No podía evitarlo. Esta mujer era jodidamente fascinante.
—¿Qué pasa, princesa? ¿Te molesta la idea de que me acueste con tu hermanita? —solté con una sonrisa burlona, disfrutando cada maldito segundo de su furia.
Su cuerpo se tensó, como si estuviera conteniéndose para no golpearme. Me encantaba ver ese fuego en sus ojos. No era como otras mujeres, que bajaban la cabeza en cuanto alzaba la voz. Esta tenía agallas.
—Ni se te ocurra volver a decir eso. —Su voz salió baja, pero afilada como una navaja.
Eso solo me hizo querer joderla más.
—¿Por qué no? Olivia es linda. Y con la boca cerrada, hasta parece que tiene clase. Quizás debería llevármela esta noche, hacerla mía... ¿Qué dices? —le susurré, inclinándome apenas para ver mejor su reacción.
Lo vi en su rostro, el instante exacto en el que se rompió lo poco de control que le quedaba. Su mano voló hacia mí, pero la atrapé antes de que pudiera abofetearme de nuevo. Rodeé su muñeca con mis dedos y tiré de ella, obligándola a acercarse hasta que quedó pegada a mi cuerpo.
—Te advertí... —espetó entre dientes, con la respiración agitada.
—Y yo te advertí que me gusta jugar con fuego.
Podía sentir su corazón latiendo con fuerza, su pecho subiendo y bajando mientras me fulminaba con la mirada. Era hermosa en su furia, una diosa hecha para desafiarme. Y eso solo hacía que me provocara más.
Morgan me miró con un desprecio tan jodido que casi pude sentirlo perforándome la piel. Como si fuera la última basura sobre la faz de la Tierra, como si el simple hecho de respirar el mismo aire que ella le repugnara.
Se giró hacia su padre, su expresión endurecida, la mandíbula tensa.
—Me casaré —soltó, con voz firme, sin siquiera mirarme—, pero redactaré un contrato con las cláusulas necesarias para que esta m****a funcione.
Su padre asintió, satisfecho, pero yo no pude evitar soltar una carcajada baja.
—Qué romántica eres, princesa —musité, disfrutando de su veneno.
Morgan ni se inmutó, pero pude ver cómo sus dedos se crispaban por un segundo. Oh, esta mujer tenía fuego, y yo iba a disfrutar cada momento de ver cómo ardía.
Unas horas después, el contrato llegó a mi mansión. Un sobre elegante, con el sello de su familia estampado en la solapa. Lo abrí con desgana, dejando que las hojas resbalaran entre mis dedos mientras me acomodaba en mi sillón de cuero.
Empecé a leer.
Cláusula 1: El matrimonio tendrá una duración de un año exacto. Ni un día más, ni un día menos. Al finalizar dicho período, ambas partes quedarán libres de cualquier obligación marital.
Cláusula 2: La relación será estrictamente contractual. No habrá muestras de afecto en público ni en privado. Cada uno llevará su vida como le plazca, siempre y cuando no afecte la imagen de la familia.
Cláusula 3: El contacto físico será mínimo y estrictamente con fines reproductivos. Se permitirá una única noche de sexo al mes con el único propósito de concebir un heredero.
Solté una carcajada. Morgan realmente creía que podía ponerme reglas.
Cláusula 4: Dormitorios separados. Bajo ninguna circunstancia uno podrá irrumpir en el espacio personal del otro sin previo aviso o consentimiento.
Cláusula 5: No habrá intromisión en los negocios del otro. Ninguna de las partes podrá cuestionar o interferir en las decisiones empresariales, familiares o personales de la otra.
Cláusula 6: Cualquier incumplimiento de estas normas dará lugar a una rescisión inmediata del contrato y a una penalización económica que será determinada por el abogado de la familia.
Cerré el documento y sonreí. Qué ilusa.
Morgan podía escribir todas las cláusulas que quisiera, pero al final del día, un papel no iba a detenerme. Esto no era más que el comienzo del juego, y lo sabía muy bien.
Morgan Belmont.
Se pensaba que podía jugar así conmigo, que un maldito contrato lleno de reglas absurdas iba a ser suficiente para mantenerme a raya. Qué jodida ilusa.
Sonreí para mí mismo mientras dejaba el contrato sobre la mesa y tomaba las llaves de mi coche. Si Morgan quería poner condiciones, entonces iba a recordarle que yo no jugaba bajo las reglas de nadie.
Sin perder tiempo, me dirigí al Hospital Saint Raphael, donde sabía que estaría. Era su segundo hogar, el lugar donde se escondía detrás de su bata blanca y su jodida perfección, creyendo que su mundo de bisturíes y pacientes la mantenía a salvo de mierdas como yo.
Pero hoy no iba a tener esa suerte.
Treinta minutos después, estacioné frente al Hospital Saint Raphael. Bajé del coche con calma, ajustándome el reloj mientras sentía las miradas curiosas de algunos médicos y enfermeras que pasaban por la entrada. No me importaban.
Mi reflejo en la ventana del coche me mostró exactamente como quería verme: mi cabello, perfectamente peinado y despeinado al mismo tiempo, con ese equilibrio entre descuido y control absoluto. Como si no me importara una m****a, pero al mismo tiempo, lo tuviera todo bajo mi dominio.
Ajusté el cuello de mi chaqueta y caminé hacia la entrada con paso firme. Morgan Belmont pensaba que podía dictar las reglas de este juego, pero estaba a punto de recordar quién carajo era yo.