MORGAN
—¿Qué quieres, Morg? —responde Liv al segundo tono, con voz adormilada.
—¿Desperté a la princesa? —me burlo, girando en la autopista.
—Si princesa significa alguien que estudió hasta las tres de la mañana para ese puto examen de Derecho Penal, entonces sí, me despertaste.
—Aw, pobre Liv. Seguro que igual te va a ir de puta madre —comento, sonriendo al escucharla gruñir.
—¿Y tú? ¿Qué coño haces despierta a estas horas si ya deberías estar en casa?
—Trabajo, ¿te sorprende? Pero ya voy camino a la guarida del diablo. ¿Vas a estar por ahí el fin de semana?
—Sí, aunque no sé por qué coño voy. Cada vez que voy, mamá me echa en cara que debería dejar la universidad y dedicarme a la empresa familiar —su tono es amargo.
—Nos quiere convertir en sus marionetas. Ya te acostumbrarás.
—No quiero acostumbrarme, Morg. No quiero ser como ellos.
Su voz se quiebra al final, y me remuevo incómoda en el asiento. Liv siempre ha sido la sensible de las dos. La que intentó rebelarse al mundo de poder y mentiras que mi familia controla.
—Mira, mejor aprovecha el viaje para robarles un par de botellas caras y olvidarte de todo un rato —le sugiero, intentando animarla.
—No todo se arregla con alcohol, idiota.
—Cierto. También hay drogas y malas decisiones.
—Me das asco, pero te quiero —responde Liv, con un deje de risa.
—Yo también, enana. Nos vemos luego.
Cuelgo la llamada con una sonrisa que se desvanece tan rápido como apareció. Porque aunque me burle de la situación, el hecho de regresar a esa casa siempre me jode. Y esta vez... tengo un mal presentimiento.
Aparco el coche en el inmenso garaje de la mansión Belmont, rodeada de otros vehículos de lujo que mis padres usan para exhibirse en eventos y cenas ridículamente ostentosas. Bajo del coche y suelto un suspiro antes de cerrar la puerta. El aire aquí siempre huele a dinero viejo y pretensiones.
—Morgan, cariño —la voz glacial de mi madre me sorprende antes de siquiera dar dos pasos. Gira la cabeza hacia mí, impecable como siempre con su traje caro y su cabello perfectamente arreglado. Catherine Belmont no sabe de imperfección.
—Madre —respondo con tono neutro mientras me acerco a la entrada.
—Tal vez no es el mejor momento para que estés aquí. —Su tono es cuidadoso, casi como si intentara sonar amable. Pero sus ojos me miran con la misma severidad de siempre.
—¿Por qué? —frunzo el ceño, porque Catherine nunca me sugiere que me largue. De hecho, normalmente se queja de que no vengo lo suficiente.
—Tenemos... invitados. —Su mirada se desvía por un segundo hacia la puerta principal, como si temiera que alguien pudiera escucharla.
—¿Invitados? —repito, cruzándome de brazos—. ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—Morgan, solo vete. Habla con tu padre mañana si es necesario, pero ahora... no es buena idea.
Y ahí está. Ese tono autoritario que pretende sonar protector, pero solo logra irritarme más.
—¿Qué está pasando, mamá? —insisto, porque no me iré hasta saber por qué m****a me quiere lejos de mi propia casa.
—No me hagas repetirlo, Morgan. —Su mandíbula se tensa y sus ojos verdes —los mismos que heredé— me miran con dureza.
Pero yo soy tan terca como ella. O más.
—Morgan, ¡pasa de una maldita vez! —La voz potente de mi padre retumba por el pasillo, y mi madre cierra los ojos como si acabara de recibir un golpe.
—¿Qué m****a está pasando? —murmuro, pero Catherine ya no me detiene. Sólo se aparta a un lado, su rostro transformado en una máscara de incomodidad.
Camino con pasos decididos hasta el salón, y cuando llego, me encuentro a mi padre, William Belmont, de pie en medio de la habitación, con su habitual porte autoritario elevado al máximo. A su alrededor hay cinco hombres. Desconocidos, excepto por dos.
Joder.
Reconozco al instante a los dos tipos que estaban en la sala de emergencias con el hombre herido. Los mismos gorilas que prácticamente me empujaron hasta la sala para atender a su jefe. M****a.
—¿Morgan? —dice mi padre, su tono mucho más calmado ahora que me tiene frente a él—. Siéntate.
—¿Qué demonios está pasando aquí, papá? —pregunto con los brazos cruzados, negándome a moverme ni un centímetro.
Su expresión se endurece y deja escapar un suspiro exasperado. Ese suspiro que usa cuando alguien le lleva la contraria. —Siéntate, por favor.
La manera en que sus ojos me perforan no deja lugar a discusión. Pero no me siento porque él me lo diga, me siento porque sé que si quiero respuestas, tengo que jugar bajo sus reglas.
—¿Ahora sí me puedes explicar qué está pasando? —replico con el tono afilado de quien ya no está para juegos.
Mi mirada viaja hacia los hombres que me observan con indiferencia, y por un segundo, un escalofrío me recorre la espalda. Algo en su presencia se siente peligrosamente fuera de lugar.
Miro a todos esos hombres trajeados con cara de funeral y no puedo evitar reírme. ¿Qué coño está pasando aquí? ¿Es una puta intervención mafiosa o qué?
—¿Alguien me va a explicar por qué tengo a un grupo de gorilas en mi puto salón o voy a tener que llamar yo misma a la policía? —suelto con sarcasmo, pero mi tono es serio.
El silencio que sigue es tan denso que casi lo puedo cortar con un cuchillo. Mi padre frunce el ceño como si acabara de insultar su honor o algo así.
Pero entonces lo siento. Una presencia detrás de mí, demasiado cerca.
Me pongo de pie en un movimiento brusco, girando para encarar a quien se atreve a colarse en mi espacio personal.
Y joder.
Ojos grises oscuros. Como tormentas encerradas en hielo. Directos hacia mí con una intensidad que me deja sin aire.
El mismo cabrón al que salvé de morir desangrado hace unas horas.
El mismo hombre que, claramente, no entendió el concepto de descanso y medicación.
—Tú... —murmuro, con la voz más fría de lo que pretendo.
Él me observa con una media sonrisa que me enerva aún más. Tiene ese aire de tipo peligroso que sabe perfectamente lo que es y lo disfruta.
—Supongo que ahora sí puedo saber tu nombre, ¿o vas a inventarte otro? —su voz es profunda, arrogante, y su presencia llena el maldito salón como si fuera el dueño del lugar.
¿Quién demonios se cree que es? Y peor aún, ¿qué m****a hace aquí?
Me giro hacia mi padre, con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho y la rabia burbujeando bajo mi piel.
—¿Qué coño está pasando aquí, papá? —escupo las palabras, sin poder evitar que mi tono sea más cortante de lo necesario. Pero me importa una m****a. Este tipo, este maldito cabrón herido que atendí en el hospital, no debería estar aquí. Y mucho menos mirándome como si yo fuera algún tipo de juguete interesante.
William deja escapar un suspiro pesado, como si mi simple presencia complicara todos sus planes. Me taladra con la mirada y hace un gesto para que me siente de nuevo. Pero no me muevo. No me siento capaz.
—Morgan, él es Stefan Corsetti. —Empieza, como si ese nombre fuera a significar algo para mí. Pero lo que realmente llama mi atención es lo que dice después—. Y es el nuevo líder de la familia Corsetti.
—¿Y eso qué coño tiene que ver conmigo? —replico, sintiendo cómo mi paciencia se va desmoronando poco a poco.
—Tiene que ver porque estamos en guerra. Una guerra que lleva años jodiéndonos la vida a todos —continúa, su voz sonando grave y severa—. Pero ahora mismo, estamos en la posición de ponerle fin.
Mis ojos se pasean por los otros hombres en la habitación antes de volver a mi padre. La tensión en el aire es tan espesa que me cuesta respirar.
—¿De qué estás hablando? —pregunto, aunque ya tengo un mal presentimiento de hacia dónde va esto.
—Estoy hablando de un acuerdo. —William me mira como si esperara que entendiera algo evidente—. Una unión, para ser exactos.