Capítulo 7

Morgan 

Después de un rato más hablando de tonterías con Leonard—porque así era él, un experto en llenar los silencios incómodos con comentarios absurdos y bromas que rozaban la ridiculez—, me sentí un poco menos al borde del colapso. Su risa y su manera despreocupada de ver la vida siempre lograban calmarme, aunque fuera solo un poco.

Después de colgar, me quedé parada frente al hospital, el aire fresco de la noche envolviéndome como un recordatorio cruel de que la libertad estaba ahí, al alcance de mi mano, pero solo como una ilusión.

Mis pies comenzaron a moverse antes de que pudiera detenerlos, como si supieran exactamente hacia dónde necesitaba ir. Y, claro, terminar en un bar en lugar de mi departamento a las dos de la mañana no era la idea más brillante, pero en ese momento me importaba una m****a. No quería estar sola. No quería enfrentarme a mis pensamientos sin algo fuerte corriendo por mis venas.

El lugar era casi un segundo hogar para mí, un refugio en el que podía fingir por unas horas que la vida no se estaba desmoronando a mi alrededor. Se llamaba The Black Rose, un bar discreto y elegante con luces cálidas y un ambiente relajado, como si el mundo exterior dejara de existir en cuanto cruzabas la puerta. No era exactamente un sitio de moda, pero era el tipo de lugar donde siempre había buena música, alcohol decente y la privacidad necesaria para perderte en tus propios pensamientos sin que nadie se metiera en tu negocio.

Entré y el sonido suave de un jazz moderno me envolvió de inmediato, la melodía acariciando mis oídos con una dulzura que contrastaba con el caos en mi cabeza. Algunos parroquianos habituales estaban esparcidos por el lugar, bebiendo en silencio o enfrascados en conversaciones que sonaban a confidencias a media voz.

Me dirigí directamente a la barra, sin siquiera fijarme si había alguien conocido por ahí. No quería socializar. No quería enfrentarme a preguntas ni miradas curiosas. Solo quería olvidar por un rato.

—Morgan —saludó Reese, el bartender de siempre, con su sonrisa fácil y su coleta desordenada—. ¿Turno infernal en el hospital o crisis existencial?

—¿Qué te hace pensar que no son las dos cosas? —bufé, dejándome caer sobre uno de los taburetes con un suspiro que debía haber sonado tan miserable como me sentía.

—Lo intuí por la cara de "quiero matar a alguien" que traes. —Reese me estudió con esa mirada astuta que siempre me ponía nerviosa. No porque fuera molesto, sino porque parecía capaz de ver más allá de lo que yo quería mostrar.

—Vodka, doble. Sin hielo.

—Eso suena a que fue un muy mal día.

—¿Día? —repetí con una risa amarga mientras Reese se giraba para preparar mi trago—. Prueba con la peor semana de mi vida.

Reese dejó el vaso frente a mí y apoyó ambos codos sobre la barra, dedicándome toda su atención. No era raro que me escuchara despotricar sobre las tonterías del hospital o sobre la m****a que mi padre hacía a menudo, pero esto... Esto era otra cosa. Y no podía decirle la verdad, así que decidí simplemente beber y dejar que el alcohol quemara todo lo que dolía.

El primer sorbo fue como un latigazo. Ardía, pero al menos ese ardor era algo que podía controlar.

—¿Quieres hablar de eso? —preguntó Reese con voz baja.

—Prefiero emborracharme primero.

—Suena justo.

No dijo nada más. Solo se mantuvo allí, atento pero sin presionar, mientras yo bajaba el vodka como si fuera agua. El calor se fue extendiendo por mi cuerpo, relajando los músculos tensos y entumecidos por la rabia y la desesperación.

Cinco días. Tenía cinco días para decidir si iba a luchar por mi libertad o resignarme a ser la esposa trofeo de un maldito mafioso.

Porque aunque no se lo había contado a Ethan ni a Reese, yo sabía que no podía esconderme de la verdad. Stefan Corsetti no era solo un hombre con un ego del tamaño de un rascacielos. Era peligroso. Y mi padre lo sabía, lo había sabido desde el principio cuando decidió que yo era la moneda de cambio perfecta.

Terminé el primer vaso y se lo extendí a Reese.

—Otro.

—¿Estás segura? —preguntó con las cejas alzadas.

—¿Alguna vez no lo estoy?

Me sirvió el segundo trago sin más preguntas, y el alcohol fue reemplazando lentamente la desesperación con un aturdimiento agradable. Como si, al menos por esa noche, el caos estuviera bajo control.

Estaba tan concentrada en mi segundo vaso de vodka que casi no noté la presencia que se acercaba a mi lado. Pero algo en la forma en que el aire pareció tensarse, en cómo el murmullo del bar se volvió un susurro lejano, me obligó a alzar la mirada.

Un hombre se había apoyado casualmente en la barra a mi lado. Era más alto que yo, bastante más alto, quizá por encima del metro noventa. Su cuerpo era pura fuerza contenida, músculos perfectamente esculpidos bajo una camiseta negra que parecía hecha a medida. Pero lo que más me llamó la atención fue su cabello rubio dorado, revuelto como si alguien hubiera pasado las manos por él sin cuidado.

Y luego estaban sus ojos. Un verde vibrante, casi irreal, que me estudiaban con una intensidad que hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.

—Hola, hermosa —dijo, su voz profunda y con un acento claramente ruso que le añadía un filo peligroso y, al mismo tiempo, intrigante a cada palabra. Su sonrisa era un poco ladeada, como si se divirtiera con algo que solo él entendía—. Soy Nikolai. ¿Te puedo invitar a otro trago o el vodka es tuyo y solo tuyo esta noche?

La manera en que pronunciaba mi idioma, dándole un toque áspero y seductor, me hizo parpadear un par de veces antes de poder responder.

—Morgan. Y... El vodka es mío por ahora, pero supongo que podrías ganarte el privilegio de acompañarme —respondí con un sarcasmo que pretendía sonar seguro, aunque había algo en su presencia que hacía que mi pulso se acelerara ligeramente.

Nikolai rió suavemente, un sonido bajo y gutural que parecía resonar en mi pecho. Se movió para sentarse en el taburete junto al mío sin siquiera preguntar si me molestaba su presencia. Claro, un tipo así no pedía permiso. Tomaba lo que quería y esperaba que el mundo se adaptara.

—Interesante respuesta, Morgan. Me gusta la gente que no se arrodilla fácilmente. —Sus ojos me recorrieron con un escrutinio descarado, pero no de la forma que esperaba. No me miraba como si fuera un objeto, sino como si intentara descifrar algo más profundo. Algo roto.

Reese se acercó con una ceja alzada, mirando a Nikolai con cautela. —¿Te sirvo algo?

—Lo mismo que ella. Vodka, doble. Sin hielo. —Su acento se hizo aún más marcado con esas palabras, y me descubrí observando la forma en que sus labios se movían, pronunciando cada sílaba con cuidado.

—¿Coincidencia o estabas espiando mi pedido? —le solté, tratando de mantenerme firme a pesar de la presencia abrumadora que irradiaba.

—Tal vez un poco de ambas. —Su sonrisa creció, divertida, mientras sus dedos jugueteaban con el vaso que Reese le había dejado frente a él—. Pero más que nada, soy un hombre de gustos refinados.

—Claro, porque beber vodka es tan exclusivo.

—En mi país es casi un ritual. Aquí... bueno, simplemente es una buena manera de olvidar por un rato, ¿no es así? —sus ojos me sostuvieron, como si supiera exactamente lo que estaba tratando de hacer esa noche.

Por un momento, olvidé todo lo que me había llevado al bar. La furia, la desesperación, la impotencia. Porque ahí estaba Nikolai, con esa sonrisa insolente y su voz profunda, desafiándome a olvidar por un rato.

—Supongo que podría usarse para eso —murmuré antes de tomar otro trago y dejar que el calor del alcohol se mezclara con la presencia abrasadora de Nikolai a mi lado.

—¿Me vas a decir qué es lo que quieres olvidar, Morgan? —preguntó, sus ojos verdes escaneando cada parte de mi rostro con una intensidad que me hizo estremecer.

—No. Pero puedes intentar distraerme.

—Desafío aceptado, hermosa. —Y su sonrisa se volvió tan peligrosa como seductora.

El alcohol corría por mis venas con la misma calidez que un abrazo, difuminando los bordes de mi realidad hasta convertirlos en algo borroso y agradable. Después del sexto vaso de vodka, ya no pensaba en la boda. Ni en mi padre. Ni en Stefan Corsetti y su jodido ego. No, en ese momento solo existía la música palpitante que llenaba el aire, vibrando en cada rincón de mi cuerpo mientras me arrastraba a la pista de baile.

Mis movimientos eran despreocupados, lentos pero seguros, dejando que el ritmo se apoderara de mí. Cerré los ojos y simplemente me dejé llevar, olvidando por un rato que el mundo fuera de esas paredes estaba lleno de problemas que no sabía cómo resolver.

Y entonces, unas manos grandes y fuertes se posaron en mi cintura. Al principio fue un toque suave, casi como si me pidiera permiso, pero al ver que no me apartaba, su agarre se volvió firme. No supe cuánto tiempo llevábamos moviéndonos juntos, pero nuestros cuerpos se sincronizaron a la perfección. Un vaivén sensual, fluido, como si lleváramos toda la vida practicándolo.

Una de sus manos subió por mi espalda, apenas rozándome, mientras la otra se mantenía en mi cintura, guiándome con facilidad. Podía sentir su calor incluso a través de la ropa y, en mi aturdido estado, esa cercanía me resultaba demasiado placentera como para detenerla.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP