Morgan
Me había dejado con la maldita palabra en la boca. Ese desgraciado arrogante llamado Stefan Corsetti se había atrevido a darme la espalda y largarse como si todo esto no fuera más que un asunto trivial, como si mi vida no estuviera siendo arrancada de mis manos y arrojada al infierno por su mera existencia.
Un mafioso. UN MALDITO MAFIOSO. ¿Cómo se suponía que debía reaccionar a eso? ¿A la frialdad de su mirada, a su sonrisa cruel como si disfrutara de mi desesperación? ¿A la forma en que me había mirado al dejar claro que no tenía elección en esto?
Tenía que casarme con un mafioso. El concepto era tan absurdo que me quemaba la garganta cada vez que lo pensaba. Yo, Morgan Belmont, una médica que había pasado años de su vida luchando para salvar vidas, para ser algo más que el apellido que me ataba a un mundo que siempre había odiado. Y ahora, mi propio padre estaba decidido a encadenarme a ese mundo para siempre.
Y no a cualquier hombre, no. A Stefan Corsetti. Un hombre que, a pesar de su apariencia impecable y su encanto oscuro, era pura corrupción envuelta en un elegante traje hecho a medida. Había visto lo que la mafia podía hacer, cómo destruía todo lo que tocaba. ¿Y ahora pretendían que me casara con uno de sus príncipes? ¿Con el mismísimo demonio que paseaba por el mundo con una sonrisa perezosa y un poder que podría aplastarme sin esfuerzo?
La habitación se sentía demasiado pequeña, como si las paredes quisieran cerrarse sobre mí. Mi respiración era errática, y el aire no parecía suficiente. ¿Cómo había llegado a esto? ¿Cómo había pasado de tener el control de mi vida, de mis decisiones, a ser una pieza más en el juego de poder de mi padre?
—¡Maldita sea! —grité, arrojando el primer objeto que encontré a mi alcance contra la pared. El sonido del vidrio al romperse fue casi satisfactorio, un eco de mi propia desesperación.
¿Iba a aceptarlo? ¿A bajar la cabeza y cumplir con la orden de mi padre como una niña obediente? ¿O iba a pelear con uñas y dientes para evitar que mi vida se convirtiera en una condena al lado de ese bastardo cruel y despiadado?
Pero incluso mientras mi ira hervía, una parte de mí recordaba el modo en que Stefan me había mirado. Esa intensidad calculadora, esa chispa peligrosa que parecía prometer destrucción y algo más. Algo que no quería admitir que me intrigaba, que me atraía como una polilla hacia la llama.
Porque, ¿qué había en él que me hacía temblar? ¿Qué había en esa sonrisa torcida que me hacía sentir que estaba jugando un juego que ni siquiera comprendía?
Pero no importaba. No podía permitirme pensar en eso. No podía permitirme caer en su maldita trampa.
—No voy a casarme con él. No voy a dejar que decidan mi destino. —Mis palabras se sintieron como un juramento, uno que estaba decidida a cumplir, aunque tuviera que enfrentarme a mi padre, a Stefan y al mismísimo infierno para hacerlo.
Cinco días. Tenía exactamente cinco miserables días para cambiar mi destino antes de que todo se volviera irreversible. Antes de que me encadenaran al mundo que había jurado evitar, atada a un hombre que representaba todo lo que odiaba.
La noticia había caído sobre mí como un mazazo. Mi padre había sido claro, cruelmente preciso, como si disfrutara viendo cómo mi vida se desmoronaba con cada palabra suya. Y Stefan Corsetti... Ese bastardo arrogante ni siquiera había intentado ocultar su diversión. Para él, esto no era más que un acuerdo conveniente. Poder. Influencia. Dominio.
Pero para mí... Para mí era una sentencia de muerte. Porque aunque seguiría respirando, viviendo en apariencia, mi verdadera vida se extinguiría en el instante en que dijera "acepto".
Cinco días. Eso era todo lo que tenía para evitar que mi futuro se desvaneciera en la oscuridad que tanto había temido.
Cinco días para trazar un plan, encontrar una salida, descubrir alguna grieta en esa jaula dorada en la que querían encerrarme. Pero, ¿cómo escapar cuando mi propio padre había sellado cada puerta, cuando la influencia de Stefan Corsetti se extendía como un veneno por cada rincón de la ciudad?
—No puedo quedarme aquí sin hacer nada —murmuré, mi voz apenas un susurro mientras miraba mi reflejo en el espejo con ojos enrojecidos y furiosos. Las ojeras bajo mis ojos eran profundas, y mi piel estaba pálida como si ya estuviera muriendo lentamente por dentro.
La impotencia se arremolinaba en mi pecho, pero también algo más. Una furia densa, fría y ardiente al mismo tiempo. Si querían destruir mi vida, tendrían que luchar por ello. No iba a rendirme sin dar pelea.
Mi mente trabajaba frenéticamente, analizando posibilidades. ¿Pedir ayuda? ¿Huir? ¿Enfrentar a Stefan directamente y hacerle entender que yo no era un juguete que podía manipular a su antojo? Pero la sola idea de enfrentarme a él de nuevo, de tener que soportar esa mirada burlona y esos ojos oscuros que parecían diseccionar mi alma, me hacía hervir la sangre.
Cinco días para romper mis cadenas. Cinco días para encontrar una salida.
Me giré hacia la puerta con determinación, como si el simple hecho de moverme pudiera hacer que todo cambiara. Porque si algo tenía claro, era que no iba a convertirme en la esposa sumisa de un mafioso.
Si querían encerrarme en una jaula, entonces haría arder esa jaula con todos ellos dentro.
Mientras salía del hospital, con la bata todavía puesta y las manos temblando de pura rabia, saqué el teléfono del bolsillo y marqué el número de Leonard. Mi mejor amigo desde la universidad, mi cable a tierra, la única persona que aún lograba hacerme reír incluso en medio del caos.
El teléfono sonó un par de veces antes de que su voz despreocupada y somnolienta retumbara en mi oído.
—¿Morgan? ¿Sabes que algunas personas normales duermen a esta hora, verdad?
—No tengo tiempo para tus dramas, Leonard. Necesito hablar con alguien o voy a arrancarme la piel a tiras.
Hubo un silencio breve, un cambio sutil en su tono cuando respondió con seriedad. —Ok, dispará.
Y entonces lo solté todo, o al menos la versión censurada. Que mi padre había decidido que tenía que casarme con un hombre al que apenas conocía, por motivos que él consideraba razonables, pero que para mí eran una completa locura. Le hablé de cómo mi mundo se había venido abajo en cuestión de minutos, de cómo cada segundo que pasaba me sentía más atrapada y desesperada. Pero, obviamente, omití la parte de que ese hombre era un maldito mafioso. No podía arrastrar a Leonard a esa locura.
El silencio al otro lado de la línea se alargó unos segundos, y entonces su voz estalló en carcajadas. Carcajadas. Mi mejor amigo era un maldito idiota.
—¿Perdón? ¿De qué m****a te ríes? —espeté, sintiendo la rabia burbujear de nuevo.
—De que esto suena a telenovela barata, Morgs. Pero... ¿Así que te quieren casar a la fuerza, eh? Interesante. Pero lo importante es... —Hizo una pausa dramática y casi pude verlo levantar una ceja con esa expresión de falsa seriedad—. ¿Es al menos lindo? Porque si me vas a hacer vivir el drama, mínimo que sea un bombón digno de sufrir por él.
—Leonard , estoy a punto de tener un ataque de nervios y tu lo único que quieres saber es si el tipo está bueno. ¿Me estás jodiendo? —bufé, aunque una parte de mí quería reírse porque, joder, solo él podía soltar algo así en este momento.
—Hey, no es mi culpa que tu padre tenga pésimo gusto para todo menos para el dinero. Pero venga, mandame una foto del tipo. A lo mejor vale la pena quemar la jaula si al menos tenés con quién entretenerte.
—Leo... —Su nombre salió en un gruñido, pero él solo se rió más fuerte.
—Vamos, Morgan. Tu misma dijiste que estás atrapada. Al menos dame un poco de cotilleo digno de comentario. ¿Cómo se llama? ¿Es uno de esos idiotas con panza de millonario o estamos hablando de un espécimen decente?
Quería decirle que estaba siendo un insensible. Quería gritarle que no era el momento. Pero la realidad era que, aunque me hacía enojar, sus tonterías también me arrancaban una pequeña sonrisa en medio del desastre.
Así que respiré hondo, con la mirada fija en la noche que se desplegaba frente a mí mientras salía del hospital.
—Stefan. Stefan Corsetti. Y sí, es atractivo. Ridículamente atractivo, en realidad. Pero también es un hijo de puta con un ego del tamaño de un continente.
—Bueno, bueno, bueno... —Ethan dejó salir un silbido divertido—. Ahora sí me interesa la historia. Mandame la foto, por favor.
—No pienso mandarte nada.
—Daaaaale, Morgs. Al menos dejame ver si tiene la pinta suficiente para que yo considere darte mi bendición.
— eres un imbécil, Leonard.
—Sí, pero te hago reír y lo sabes. Ahora en serio, ¿qué vas a hacer? Porque suena a que tu viejo no está jugando.
Su tono se volvió serio de nuevo, y todo el peso de la situación volvió a aplastarme el pecho.
—Voy a encontrar la forma de salir de esto. No sé cómo, pero lo haré. No pienso dejar que decidan por mí.
—Ahí está mi chica guerrera. —Pude imaginarlo levantando un puño al aire en algún departamento desordenado y riéndose de su propia estupidez—. Lo que necesites, Morgan. Lo que sea.
Y esas palabras, aunque estuvieran envueltas en su humor habitual, me dieron un mínimo consuelo. Aunque fuera una pequeña chispa en medio de la oscuridad.