Camila, una brillante pero insegura pasante en una prestigiosa firma de arquitectura, vive sumergida en la rutina del trabajo hasta que un día tiene un sueño erótico inesperado con su CEO, el poderoso y enigmático Jesús Mendoza. A partir de ese momento, una obsesión silenciosa se apodera de ella: quiere ser suya, aunque sea solo en su mente. Lo que comienza como fantasías inocentes se convierte en una necesidad enfermiza por captar su atención. Camila modifica su rutina, su vestuario e incluso sus opiniones para coincidir con sus gustos, todo mientras lucha contra sus propios valores. Jesús es un hombre casado, con una reputación intachable, y le dobla la edad. Ella sabe que está mal, pero no puede evitar sabotearse cada vez que él le dirige la palabra. Cuando Jesús empieza a notar su presencia de manera distinta, la línea entre la obsesión y la realidad se desdibuja. La rutina, los viajes, los conflictos los acerca peligrosamente, y Camila se debate entre rendirse a sus deseos o huir antes de destruir su carrera y su moral. Pero la obsesión no perdona: cada gesto de él lo interpreta como una señal, cada rechazo como un desafío. ¿Será capaz de resistir la tentación?
Leer másEl reloj marca las 9:43 p. m. cuando el último empleado apaga su computadora y se despide con un cansado "hasta mañana". La oficina de Lumbre, usualmente bulliciosa, queda sumergida en un silencio que resuena entre las paredes de cristal y concreto. Yo, Camila, pasante de arquitectura con apenas tres años en la empresa, sigo aquí, hundida entre planos y reportes financieros que no logran cuadrar.
El sonido de pasos firmes me hace levantar la vista. Jesús Mendoza, el CEO, se detiene frente a mi escritorio, su figura imponente recortada contra la luz tenue del pasillo. A sus cincuenta y tantos, lleva la edad con una elegancia que muchos hombres de treinta envidiarían: pelo entrecano peinado hacia atrás, traje impecable y una mirada que, incluso ahora, parece analizar cada detalle de mi desorden. —¿Sigues aquí? —pregunta, voz grave pero no reprochadora. —Sí, señor Mendoza. Quería terminar de revisar los informes del proyecto Colmena antes de mañana —respondo, tratando de disimular el nudo en mi garganta. Él observa los papeles esparcidos, luego mi rostro. Sus ojos, del color del whisky bajo la luz, estudian mi cansancio. —Vete a casa, Camila. Nada es tan urgente como tu descanso —dice al fin, con una suavidad que no esperaba. —Pero… —Es una orden, no una sugerencia —añade, esbozando una sonrisa que hace aparecer unas arrugas mínimas junto a sus ojos. Asiento, recogiendo mis cosas bajo su mirada. Cuando se gira para irse, noto cómo su silueta llena el espacio vacío del pasillo hasta que desaparece tras el elevador. (...) Llego a la oficina antes que nadie al día siguiente, con el sabor amargo del café barato aún en la boca y los párpados pesados. Pasé la noche corrigiendo cifras, soñando con columnas de números que se derrumbaban. Ahora, frente a mi computadora, el mundo parece difuminarse. El sueño me atrapa sin permiso. —Camila. El señor Mendoza te está esperando en su oficina. —Me despierta una voz femenina. Reconozco el tono de Andrea, la recepcionista, pero no abro los ojos. Algo está mal. No debería estar aquí. —¿Camila? —La voz ahora es más grave, masculina. Parpadeo y, de pronto, estoy de pie frente a la puerta de su oficina. No recuerdo haberme levantado. El corazón se me acelera cuando empujo el marco y lo veo allí, de espaldas, mirando por el ventanal que domina la ciudad. Traje negro impecable, hombros anchos, esa postura que delata control incluso cuando está relajado. —Cierra la puerta —dice sin volverse. Lo obedezco. El clic del pestillo resuena como un disparo. —Los informes están incompletos —murmura, y por fin gira hacia mí. Sus ojos oscuros me clavan al suelo—. ¿En qué estabas pensando? —Jefe, yo... Los revisé tres veces. —Y fallaste. —Avanza, lento, hasta quedar a solo un paso. Su perfume cítrico y amaderado me envuelve. Noto el calor de su cuerpo, la tensión en su mandíbula. Está furioso, va a despedirme, pero… ¿por qué su mirada baja a mis labios? Algo cambia en el aire. —Tal vez necesito motivarte mejor —susurra. Su mano me atrapa la cintura y, antes de que pueda reaccionar, mi espalda choca contra el escritorio. Los papeles vuelan. Su boca encuentra la mía con un hambre que me paraliza. No es un beso, es una reclamación. ¿Por qué disfruto esto? Sus dientes se hunden en mi labio inferior, sus manos desabrochan mi blusa con urgencia. Quiero más... —Jesús, alguien podría... —Alcanzo a decir en un vestigio de conciencia. —Nadie viene —corta él, mordiendo mi cuello—. Esta oficina es mía. Y tú... —Su palma cubre mi seno izquierdo, el pulgar roza el pezón ya erecto—... me perteneces desde el día que entraste aquí. Un gemido se escapa de mi garganta cuando su boca reemplaza su mano. El dolor dulce de sus dientes en mi piel me hace arquearme. Sus dedos bajan por mi abdomen, cruzan la línea de mi falda... Un portazo me saca del sueño. Me incorporo de golpe, tratando de disimular el temblor de mis piernas y el latido que palpita entre ellas. El monitor de la computadora refleja mi rostro y los dos botones superiores de mi blusa, que están desabrochados. —Necesito cerrarlo antes de que alguien lo note —mis uñas me traicionan, evitando cerrar el último botón. Me ruborizo al recordar el sueño: sus labios, sus manos. Es en ese momento cuando siento esa mirada. Lento, como si el mundo redujera su velocidad, giro hacia la oficina de Jesús. Está allí, de pie tras el vidrio, observándome con una expresión que no logro descifrar. Atrapada, no puedo apartar los ojos. Él tampoco. Mi corazón se detiene cuando sale de su oficina y camina hacia mí. Los murmullos a mi alrededor cesan, se transforman en un pitido a la distancia. —Buenos días, Camila —dice, voz serena pero con una nota oscura que no había escuchado antes. —B-Buenos días, señor Mendoza. —Las imágenes del sueño siguen pasando por mi mente. Se quita el saco del traje y lo extiende hacia mí. —Hace frío... —Sus ojos se deslizan por mi cuello, donde casi puedo sentir otra vez su boca—. Y parece que lo necesitas más que yo. Acepto la prenda con dedos temblorosos. Su aroma invade mis sentidos, igual que en el sueño. Cuando alzo la vista, él ya se aleja, pero no sin antes lanzarme una última mirada sobre el hombro.La reunión es impecable. Mis palabras fluyen con una seguridad que no sabía que tenía, los números y proyecciones bailando ante los ojos del cliente como si hubieran sido creados solo para impresionarlo. O quizás, para impresionarlo a él. Jesús permanece en silencio durante toda mi presentación, pero no necesita hablar. Basta con sentir el peso de su mirada sobre mí, caliente como el sol del mediodía a través de los ventanales. Cuando me atrevo a mirarlo, sus dedos golpean lentamente la mesa, siguiendo el ritmo de mi voz como si estuviera tocando una melodía solo para mí. El cliente estrecha mi mano con entusiasmo feliz. —Excelente trabajo, señorita. Su equipo tiene suerte de tenerla. Jesús asiente, y en ese gesto aparentemente simple veo reflejado todo lo que nunca me ha dicho: el orgullo de un maestro, la satisfacción de un cazador y algo más, algo que me hace contener la respiración. Es suficiente para mí. Es lo que siempre quise. Al salir, Sofía pisa mis talones co
Mis uñas se clavan en las palmas cuando veo a Sofía salir de la oficina de Jesús con esa sonrisa de gata que atrapó al canario. Una copia del informe —mi informe— brilla azul bajo sus uñas perfectamente manicuradas.—Camila.La voz de Jesús me hace saltar. Él está ahí, de pie frente a mi escritorio, con mi carpeta en sus manos. Su corbata —azul cielo hoy— está ligeramente torcida, como si se hubiera ajustado nervioso antes de acercarse.—Sofía me entregó tu contrato —dice, y hay algo en cómo pronuncia "tu" que hace que mi estómago dé un vuelco—. Quedó perfecto.Sus ojos —esos ojos que parecen ver siempre más allá de mis mentiras— no me dejan mirar hacia otro lado.—Quiero que seas tú quien se lo presente al cliente —continúa, extendiendo la carpeta hacia mí—. Junto con el departamento legal.Nuestros dedos se rozan al pasar el archivo. Un contacto mínimo, casi imperceptible, pero suficiente para que un escalofrío recorra mi espalda. Esa misma electricidad que sentí en el sueño, pero a
La oficina a las 9:43 p.m. tiene un silencio distinto. Los ruidos que durante el día pasan desapercibidos —el zumbido del refrigerador en la cocineta, el crujido ocasional del edificio— ahora resuenan como confesiones. Mis dedos deslizan sobre el teclado con una determinación que no reconozco, abriendo correos viejos en el servidor de la empresa.Búsqueda: "Camila". De: Jesús Mendoza.Aparecen setenta y tres resultados. Setenta y tres veces en las que mi nombre apareció en su bandeja de salida. La mayoría son correos profesionales, fríos, exactos. Pero hay uno, de hace casi dos años, que me detiene:"Camila: el informe de clientes superó expectativas. Es raro encontrar dedicación como la tuya. —JM"Mi pulso se acelera.¿Por qué no lo recuerdo?Lo leo tres veces, buscando entre líneas algo que no está ahí. Un significado oculto. Una señal.Un ruido repentino me hace saltar.Es su voz.Jesús está en su oficina, hablando por teléfono con una calidez que nunca usa aquí.—Sí, cariño. El vu
El café en mis manos se enfría mientras observo la escena desde la puerta. Jesús toma un sorbo del que le llevó Sofía —demasiado amargo, sin azúcar, él siempre toma dos cucharadas— y asiente con aprobación. La taza que yo preparé con esmero pesa como un pecado no confesado. —Buen trabajo con el informe de ayer, Sofía —dice, y su voz suena distinta. Más cálida. Demasiado cálida. Sus dedos acarician el borde de la taza de ella, un gesto íntimo que nunca tuvo conmigo. Sofía sonríe, lanzándome una mirada triunfal por encima del hombro. La muy puta. Sus uñas pintadas de rojo arañan levemente el escritorio de Jesús cuando se inclina. —Gracias, señor Mendoza —responde, alargando las palabras como si fueran caramelos—. Siempre es un placer trabajar para usted. Algo se retuerce en mi estómago. ¿En serio le está dando las gracias por ese informe mediocre lleno de errores de cálculo? El mío —el que pasé tres noches corrigiendo hasta que las letras bailaban ante mis ojos— sigue en s
El primer sorbo de café quema mi lengua, pero lo agradezco. El dolor es real, tangible, algo que puedo achacar al exceso de calor y no a los pensamientos absurdos que me han perseguido desde ese sueño. —Parece que lo necesitabas más que yo —Andrea deja su taza sobre mi escritorio, la que tiene el lema "No me hables antes del café"—. Dormiste dos horas, ¿verdad? Asiento sin mirarla, concentrada en el líquido negro que refleja mi rostro cansado. Esto es ridículo,- me repito por centésima vez. Fue solo un sueño. Un maldito sueño producto del estrés, la soledad y…—¡Uy, mira quién está observándote! —Andrea cuchichea, inclinándose como si compartiéramos un secreto. Mis ojos se elevan sin permiso hacia la oficina de cristal. Jesús está ahí, con el teléfono pegado al oído, pero su mirada está clavada en mí. Lentamente, levanta su propia taza y da un sorbo exagerado, haciendo una mueca de disgusto después. Casi me atraganto. —¿Se burla de mí? —pregunto, demasiado alterada para di
El saco de Jesús pesa más de lo que debería en mis manos. O tal vez es mi culpa la que lo hace sentir como plomo. Me levanto de mi silla, ajusto la blusa. ¿Por qué sigo sintiendo sus dedos allí? Camino hacia su oficina con pasos que intentan ser firmes. La puerta está entreabierta. Empujo con los nudillos, sin aliento. —Entra. Su voz es un látigo suave. Jesús está sentado tras el escritorio, los anteojos de lectura plateados en la punta de su nariz, resaltando el color de esas canas prematuras que nunca antes había notado. ¿Cuándo se volvieron tan evidentes? Un hilo plateado entre el negro azabache, como grietas en una fachada perfecta. —Se le olvidó esto —digo, tendiendo el saco. Él alza la mirada y algo en sus ojos se estrecha. No sonríe. Nunca sonríe. Pero hay una curiosidad ahí, como si yo fuera un plano mal calculado que no sabe cómo corregir. —Gracias —dice, alargando la mano. Nuestros dedos rozan al pasar la tela. Un contacto mínimo, pero suficiente para que m
Último capítulo