El café en mis manos se enfría mientras observo la escena desde la puerta. Jesús toma un sorbo del que le llevó Sofía —demasiado amargo, sin azúcar, él siempre toma dos cucharadas— y asiente con aprobación. La taza que yo preparé con esmero pesa como un pecado no confesado.
—Buen trabajo con el informe de ayer, Sofía —dice, y su voz suena distinta. Más cálida. Demasiado cálida. Sus dedos acarician el borde de la taza de ella, un gesto íntimo que nunca tuvo conmigo. Sofía sonríe, lanzándome una mirada triunfal por encima del hombro. La muy puta. Sus uñas pintadas de rojo arañan levemente el escritorio de Jesús cuando se inclina. —Gracias, señor Mendoza —responde, alargando las palabras como si fueran caramelos—. Siempre es un placer trabajar para usted. Algo se retuerce en mi estómago. ¿En serio le está dando las gracias por ese informe mediocre lleno de errores de cálculo? El mío —el que pasé tres noches corrigiendo hasta que las letras bailaban ante mis ojos— sigue en su bandeja de entrada, intacto. Sin pensar, giro sobre mis tacones y camino hacia la cocina. El café cae directamente al basurero con un sonido hueco que resuena en mi pecho. Estúpida. Ingenua. Patética. —¿Problemas con el café, Camila? La voz de Jesús detrás de mí me congela. No escuché sus pasos. Nunca los escucho, como en el sueño. Su sombra se proyecta sobre mí, más grande de lo que recordaba. —No —respondo sin volverme, mirando fijamente los posos negros en el fondo del bote—. Solo que ya no lo quería. Hay un silencio que se extiende como mancha. Puedo sentir su mirada recorriendo mi espalda, deteniéndose en la tensión de mis hombros, en los puños que aprieto contra los costados hasta dejar marcas en las palmas. —El informe del Proyecto Colmena —dice por fin, más cerca de lo esperado—. Lo corregiste. Estuvo excelente. Cuando me giro, sorprendida, él ya está a medio paso de distancia. Su corbata —azul noche, la que siempre usa los miércoles— está ligeramente desajustada. Quiero creer que es mi imaginación, pero juraría que su mirada baja hasta mis labios por una fracción de segundo. —Gracias —murmuro, pero él ya se aleja, dejando esas palabras flotando entre nosotros como un desafío y su aroma impregnado en mi espacio personal. Debo dejar de fijarme en ese perfume. El resto del día es una tortura meticulosa. Cada vez que paso por su oficina, Sofía está ahí, riendo demasiado fuerte, "accidentalmente" rozándole el brazo. De pronto recuerdo cuando me encontró llorando en el baño hace seis meses después de que mi novio me dejara. Dulce, me tendió un pañuelo. ¡Deja de compararte! ¡Deja de querer ser ella! A las 6:00 p.m., cuando los últimos empleados se van, me quedo fingiendo trabajar. El borrador del contrato sigue en blanco. Las palabras han dejado de tener sentido; solo veo números que se transforman en la hora a la que él tomó su café, los minutos que Sofía pasó en su oficina, las veces que me miró hoy... ¿O lo imaginé? ¿Por qué me importa tanto? Es solo café. Solo un elogio. Pero duele como si me hubieran arrancado algo que nunca fue mío. Mi teléfono vibra a las 9:17 p.m. mientras estoy en mi departamento, arreglando detalles de un plano en mi portátil. Un contacto registrado aparece: Jesús Jefe. El corazón se me acelera antes de que mi cerebro procese el significado. "¿Estás bien?" Tres palabras simples. Tres palabras que nunca le enviaría a una simple empleada. Mis dedos tiemblan sobre la pantalla. Escribo y borro varias veces las respuestas. Finalmente envío: "Sí. Solo cansada." Los puntos suspensivos aparecen y desaparecen como mi cordura esta semana. La respuesta llega cuando ya no la espero: "Estás distraída últimamente. No hagas horas extras." La taza de té que sostengo se me cae de las manos. ¿Cómo sabía que pensaba ir mañana sábado? El líquido caliente se extiende por el piso como mi confusión. No sé qué responder. No sé qué pensar. Porque este Jesús —el que nota mi estado de ánimo, el que envía mensajes a las 9 de la noche— no es el hombre que creí conocer. O tal vez sí lo es. ¿Mi subconsciente mostró algo que fui tan tonta para ignorar?