El reloj marca las 9:43 p. m. cuando el último empleado apaga su computadora y se despide con un cansado "hasta mañana". La oficina de Lumbre, usualmente bulliciosa, queda sumergida en un silencio que resuena entre las paredes de cristal y concreto. Yo, Camila, pasante de arquitectura con apenas tres años en la empresa, sigo aquí, hundida entre planos y reportes financieros que no logran cuadrar.
El sonido de pasos firmes me hace levantar la vista. Jesús Mendoza, el CEO, se detiene frente a mi escritorio, su figura imponente recortada contra la luz tenue del pasillo. A sus cincuenta y tantos, lleva la edad con una elegancia que muchos hombres de treinta envidiarían: pelo entrecano peinado hacia atrás, traje impecable y una mirada que, incluso ahora, parece analizar cada detalle de mi desorden. —¿Sigues aquí? —pregunta, voz grave pero no reprochadora. —Sí, señor Mendoza. Quería terminar de revisar los informes del proyecto Colmena antes de mañana —respondo, tratando de disimular el nudo en mi garganta. Él observa los papeles esparcidos, luego mi rostro. Sus ojos, del color del whisky bajo la luz, estudian mi cansancio. —Vete a casa, Camila. Nada es tan urgente como tu descanso —dice al fin, con una suavidad que no esperaba. —Pero… —Es una orden, no una sugerencia —añade, esbozando una sonrisa que hace aparecer unas arrugas mínimas junto a sus ojos. Asiento, recogiendo mis cosas bajo su mirada. Cuando se gira para irse, noto cómo su silueta llena el espacio vacío del pasillo hasta que desaparece tras el elevador. (...) Llego a la oficina antes que nadie al día siguiente, con el sabor amargo del café barato aún en la boca y los párpados pesados. Pasé la noche corrigiendo cifras, soñando con columnas de números que se derrumbaban. Ahora, frente a mi computadora, el mundo parece difuminarse. El sueño me atrapa sin permiso. —Camila. El señor Mendoza te está esperando en su oficina. —Me despierta una voz femenina. Reconozco el tono de Andrea, la recepcionista, pero no abro los ojos. Algo está mal. No debería estar aquí. —¿Camila? —La voz ahora es más grave, masculina. Parpadeo y, de pronto, estoy de pie frente a la puerta de su oficina. No recuerdo haberme levantado. El corazón se me acelera cuando empujo el marco y lo veo allí, de espaldas, mirando por el ventanal que domina la ciudad. Traje negro impecable, hombros anchos, esa postura que delata control incluso cuando está relajado. —Cierra la puerta —dice sin volverse. Lo obedezco. El clic del pestillo resuena como un disparo. —Los informes están incompletos —murmura, y por fin gira hacia mí. Sus ojos oscuros me clavan al suelo—. ¿En qué estabas pensando? —Jefe, yo... Los revisé tres veces. —Y fallaste. —Avanza, lento, hasta quedar a solo un paso. Su perfume cítrico y amaderado me envuelve. Noto el calor de su cuerpo, la tensión en su mandíbula. Está furioso, va a despedirme, pero… ¿por qué su mirada baja a mis labios? Algo cambia en el aire. —Tal vez necesito motivarte mejor —susurra. Su mano me atrapa la cintura y, antes de que pueda reaccionar, mi espalda choca contra el escritorio. Los papeles vuelan. Su boca encuentra la mía con un hambre que me paraliza. No es un beso, es una reclamación. ¿Por qué disfruto esto? Sus dientes se hunden en mi labio inferior, sus manos desabrochan mi blusa con urgencia. Quiero más... —Jesús, alguien podría... —Alcanzo a decir en un vestigio de conciencia. —Nadie viene —corta él, mordiendo mi cuello—. Esta oficina es mía. Y tú... —Su palma cubre mi seno izquierdo, el pulgar roza el pezón ya erecto—... me perteneces desde el día que entraste aquí. Un gemido se escapa de mi garganta cuando su boca reemplaza su mano. El dolor dulce de sus dientes en mi piel me hace arquearme. Sus dedos bajan por mi abdomen, cruzan la línea de mi falda... Un portazo me saca del sueño. Me incorporo de golpe, tratando de disimular el temblor de mis piernas y el latido que palpita entre ellas. El monitor de la computadora refleja mi rostro y los dos botones superiores de mi blusa, que están desabrochados. —Necesito cerrarlo antes de que alguien lo note —mis uñas me traicionan, evitando cerrar el último botón. Me ruborizo al recordar el sueño: sus labios, sus manos. Es en ese momento cuando siento esa mirada. Lento, como si el mundo redujera su velocidad, giro hacia la oficina de Jesús. Está allí, de pie tras el vidrio, observándome con una expresión que no logro descifrar. Atrapada, no puedo apartar los ojos. Él tampoco. Mi corazón se detiene cuando sale de su oficina y camina hacia mí. Los murmullos a mi alrededor cesan, se transforman en un pitido a la distancia. —Buenos días, Camila —dice, voz serena pero con una nota oscura que no había escuchado antes. —B-Buenos días, señor Mendoza. —Las imágenes del sueño siguen pasando por mi mente. Se quita el saco del traje y lo extiende hacia mí. —Hace frío... —Sus ojos se deslizan por mi cuello, donde casi puedo sentir otra vez su boca—. Y parece que lo necesitas más que yo. Acepto la prenda con dedos temblorosos. Su aroma invade mis sentidos, igual que en el sueño. Cuando alzo la vista, él ya se aleja, pero no sin antes lanzarme una última mirada sobre el hombro.