El primer sorbo de café quema mi lengua, pero lo agradezco. El dolor es real, tangible, algo que puedo achacar al exceso de calor y no a los pensamientos absurdos que me han perseguido desde ese sueño.
—Parece que lo necesitabas más que yo —Andrea deja su taza sobre mi escritorio, la que tiene el lema "No me hables antes del café"—. Dormiste dos horas, ¿verdad? Asiento sin mirarla, concentrada en el líquido negro que refleja mi rostro cansado. Esto es ridículo,- me repito por centésima vez. Fue solo un sueño. Un maldito sueño producto del estrés, la soledad y… —¡Uy, mira quién está observándote! —Andrea cuchichea, inclinándose como si compartiéramos un secreto. Mis ojos se elevan sin permiso hacia la oficina de cristal. Jesús está ahí, con el teléfono pegado al oído, pero su mirada está clavada en mí. Lentamente, levanta su propia taza y da un sorbo exagerado, haciendo una mueca de disgusto después. Casi me atraganto. —¿Se burla de mí? —pregunto, demasiado alterada para disimular. Andrea se ríe. —No, tonta. Te está diciendo que el café de la oficina es asqueroso. Como siempre. Pero no estoy segura. Hay algo en la manera en que sostiene mi mirada, en cómo sus labios se curvan apenas antes de volver a su llamada. Como si compartiéramos una broma privada. Como si supiera. Me obligo a apartar la vista, los dedos aferrados a mi taza. Estoy imaginando cosas. Soy una idiota. Una niña con fantasías estúpidas sobre un hombre que ni siquiera… —Oye —Andrea me saca del bucle—. ¿Vas a terminar ese informe o solo vas a mirar al jefe todo el día? —¡No lo estoy mirando! —el tono me delata. Andrea alza las manos en rendición, pero su sonrisa es complaciente. —Claro que no. Me quedo pensando en su gesto. Quizás mañana pueda darle un café de verdad. (...) El aroma a mole y tortillas recién hechas llena el comedor de mi casa. Mamá sirve porciones generosas mientras papá comenta algo del trabajo. Intento concentrarme en la comida, pero cada vez que cierro los ojos, veo esa mirada. —¿Y cómo va todo en Lumbre? —pregunta mi hermana menor, Valeria, con una sonrisa pícara—. ¿Sigues soñando con rascacielos o ya te diste cuenta de que la arquitectura es aburrida? —No es aburrida —respondo, clavando el tenedor en el pollo con más fuerza de la necesaria—. Y sí, va bien. —¿Y el jefe? —insiste ella, masticando—. ¿Sigue siendo ese señor serio que parece salido de una novela de mafiosos? Por suerte solo tengo que hacer esto una vez por semana. —Jesús no es mafioso —protesto antes de pensar. Todos en la mesa alzan las cejas. —Jesús, ¿eh? —Valeria sonríe como un gato que atrapó un canario—. No lo llamas "señor Mendoza" como antes. —Porque trabajamos juntos desde hace años —digo, demasiado rápido. —Mmm… ¿Seguro que no hay algo más? —mi hermana no va a soltarlo—. ¿Algún romance de oficina, quizá? —¡No! —mi voz suena estridente. Pero el rubor que sube por mi cuello me traiciona. Mamá deja su tenedor y me mira con curiosidad. —Cariño, ¿hay alguien…? —No tengo novio —corto el tema de raíz—. Ni lo quiero. Estoy enfocada en mi carrera. La excusa es débil, y todos lo saben. Valeria ríe, mamá intercambia una mirada con papá, y yo… yo solo quiero desaparecer. Porque aunque lo niegue, aunque finja indiferencia, hay una pregunta que me quema por dentro: ¿Por qué reacciono así? (...) La cocineta de la oficina está fría y silenciosa. Preparo la cafetera con manos que apenas tiemblan. Dos cucharadas de azúcar, una pizca de canela, justo como él lo toma. Lo sé porque llevo tres años siendo su pasante. Porque soy observadora. No porque haya memorizado cada uno de sus gustos como una enamorada. El primer sorbo lo pruebo yo. Está perfecto: amargo pero dulce, con ese toque picante que él prefiere. Lo sirvo en su taza favorita, la negra sin logos que dice "Funciono mejor con café", y camino hacia su oficina con el corazón en la garganta. Pero entonces… —¡Buenos días, señor Mendoza! —la voz melosa de Sofía corta mi camino. Ella aparece de la nada, vestida con un traje demasiado ajustado para ser profesional, y deposita su propia taza en el escritorio de Jesús. Como si hubiera sabido lo que planeaba hacer y quisiera arruinarlo. —Le traje café —dice, sonriendo como si hubiera descifrado el código nuclear—. Sin azúcar, como le gusta. Jesús mira la taza, luego a mí —con mi café aún humeante entre las manos— y arquea una ceja. —Gracias, Sofía —dice, tomando su café. Y cuando bebe, no hace ninguna mueca. Y algo duele en mi interior, una desilusión que no sé de dónde viene porque sé que así no es como le gusta.