El expediente perdido

La oficina a las 9:43 p.m. tiene un silencio distinto. Los ruidos que durante el día pasan desapercibidos —el zumbido del refrigerador en la cocineta, el crujido ocasional del edificio— ahora resuenan como confesiones. Mis dedos deslizan sobre el teclado con una determinación que no reconozco, abriendo correos viejos en el servidor de la empresa.

Búsqueda: "Camila". De: Jesús Mendoza.

Aparecen setenta y tres resultados. Setenta y tres veces en las que mi nombre apareció en su bandeja de salida. La mayoría son correos profesionales, fríos, exactos. Pero hay uno, de hace casi dos años, que me detiene:

"Camila: el informe de clientes superó expectativas. Es raro encontrar dedicación como la tuya. —JM"

Mi pulso se acelera.

¿Por qué no lo recuerdo?

Lo leo tres veces, buscando entre líneas algo que no está ahí. Un significado oculto. Una señal.

Un ruido repentino me hace saltar.

Es su voz.

Jesús está en su oficina, hablando por teléfono con una calidez que nunca usa aquí.

—Sí, cariño. El vuelo sale a las 8. Llegaremos a París para el almuerzo —una pausa—. Lo sé, no te gusta viajar pero veinte años no se cumplen todos los días.

París. La palabra me golpea como un puño. Mi sueño desde que tenía doce años. El lugar del que hablé en mi entrevista de trabajo cuando me preguntaron por mis metas. El que mencioné casualmente hace meses, cuando Sofía preguntó qué haríamos si ganáramos la lotería.

El teléfono de Jesús se cierra con un clic. Me quedo paralizada, esperando que sus pasos se alejen. Pero en cambio, se acercan.

—¿Camila?

Cuando me giro, está en el marco de la puerta, la chaqueta del traje colgando de un dedo sobre su hombro. La camisa blanca levemente arrugada, el primer botón desabrochado. Parece más humano así. Más peligroso.

—Señor Mendoza. Yo solo... —trago saliva—. Terminando lo del contrato de Vence.

Sus ojos pasan de mi rostro a la pantalla, donde su correo antiguo sigue abierto. Mi estómago se hunde.

—Ya veo —dice, pero no suena enojado. Suena... curioso.

El silencio se extiende. Algo en su mirada me dice que está decidiendo algo.

—París es hermoso en primavera —murmura por fin, y se va, dejando esas palabras suspendidas como una promesa que no debería haberme hecho.

(...)

A la mañana siguiente, el informe de Vence ha desaparecido.

Mis manos tiemblan al revolver los papeles por tercera vez. La respiración se me acelera hasta que siento un leve mareo.

¡No puede ser!

Lo dejé justo aquí, en el cajón superior derecho. Treinta páginas impresas, cada corrección hecha con mi pluma favorita, esas que él una vez dijo admirar por su "precisión quirúrgica". Ahora solo queda el vacío y el olor a café de ayer.

—¿Alguien vio el informe del proyecto Vence? —pregunto, forzando una calma que no siento.

Sofía niega sin levantar la vista de su computador, pero noto cómo sus hombros se tensan. Andrea revisa su casillero con exagerada lentitud. Roberto se encoge de hombros mientras mastica su bagel.

Al pasar frente a la oficina de cristal de Jesús, nuestro reflejo se superpone por un instante. Él está hablando por teléfono, pero sus ojos —oscuros como el café que tanto detesta— se clavan en mí con una intensidad que me hace tropezar. No es ira lo que veo. Es algo más complejo. Una advertencia. Un desafío.

Justo entonces, Sofía entra a su oficina llevando una carpeta azul.

Mi carpeta.

—Listo para la reunión, señor Mendoza —anuncia con voz melosa, lanzándome una mirada triunfal por encima del hombro.

Jesús toma la carpeta sin apartar los ojos de mí. Sus dedos —esos dedos largos que en mi sueño trazaron caminos prohibidos sobre mi piel— acarician el borde donde escribí "JM" con tinta azul.

—Gracias, Sofía —dice con tono neutro, pero cuando ella sale, su mirada me transmite un mensaje distinto:

"¿Qué estás haciendo, Camila?"

Y entonces, la pregunta más peligrosa de todas se forma en mi mente, tan clara que temo que pueda escucharla:

¿Estamos jugando al mismo juego sin saberlo?

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