La culpa

El saco de Jesús pesa más de lo que debería en mis manos. O tal vez es mi culpa la que lo hace sentir como plomo. Me levanto de mi silla, ajusto la blusa.

¿Por qué sigo sintiendo sus dedos allí?

Camino hacia su oficina con pasos que intentan ser firmes.

La puerta está entreabierta. Empujo con los nudillos, sin aliento.

—Entra.

Su voz es un látigo suave. Jesús está sentado tras el escritorio, los anteojos de lectura plateados en la punta de su nariz, resaltando el color de esas canas prematuras que nunca antes había notado. ¿Cuándo se volvieron tan evidentes? Un hilo plateado entre el negro azabache, como grietas en una fachada perfecta.

—Se le olvidó esto —digo, tendiendo el saco.

Él alza la mirada y algo en sus ojos se estrecha. No sonríe. Nunca sonríe. Pero hay una curiosidad ahí, como si yo fuera un plano mal calculado que no sabe cómo corregir.

—Gracias —dice, alargando la mano.

Nuestros dedos rozan al pasar la tela. Un contacto mínimo, pero suficiente para que mi piel recuerde el sueño. Sus uñas raspando mi muslo, su aliento caliente en el ombligo…

—¿Camila?

Parpadeo. Él ha guardado el saco en el perchero y ahora me observa con el ceño levemente fruncido.

—Disculpe. Estoy… un poco distraída hoy.

—Veo eso —murmura. Su mirada desciende a mi boca, tan rápido que podría haberlo imaginado—. La reunión del Proyecto Colmena es en diez minutos. Necesito que estés presente, y concentrada…

—Sí, señor Mendoza.

Salgo de su oficina con las mejillas ardiendo. Me siento extraña llamándolo así. Es siempre Jesús en mi cabeza, incluso cuando me regaña. Pero ahora ese nombre me sabe a pecado.

La reunión es un infierno.

Me siento al final de la mesa, fingiendo tomar notas mientras Sofía —la perfecta Sofía con sus informes impecables y sus sonrisas de plástico— presenta las cifras del último trimestre. Pero no puedo concentrarme. Cada vez que alzo la vista, encuentro a él: la manera en que sostiene su pluma, la sombra de su mandíbula cuando gira la cabeza, el modo en que su pulgar acaricia el borde de los documentos…

¿En qué momento empezó a importarme?

Tres años trabajando juntos y nunca lo había visto de verdad. Hasta ahora. Hasta ese estúpido sueño.

—Camila —la voz de Jesús corta mis pensamientos—. El informe de clientes potenciales que enviaste tiene un error en la página doce.

Me estremezco. Todo el equipo me mira. Sofía disimula una sonrisa detrás de su mano.

—Oh, lo siento. Revisaré —balbuceo, hundiéndome en la silla.

Jesús asiente y continúa hablando, pero noto cómo su mirada se posa en mí un segundo más de lo necesario. Un segundo que me hace sentir desnuda.

Al terminar la reunión, todos salen rápido. Todos menos yo, que me quedo recogiendo mis papeles con dedos torpes.

—Camila.

Jesús está detrás de mí, tan cerca que su aliento mueve un mechón de mi pelo.

—Revisa la página doce —susurra, su voz baja como un secreto—. Sé que puedes hacerlo mejor.

No me atrevo a girarme. Si lo hago, nuestros labios estarán a centímetros de distancia. Así que solo asiento, tragando saliva. Él se aleja sin más, dejando ese olor que se incrusta en mis fosas nasales como un elixir.

—Qué suerte que el jefe te tiene paciencia —la voz aguda de Sofía me hace saltar. Está apoyada en mi mesa, con los brazos cruzados—. A mí me habría despedido por un error así.

—No fue gran cosa —respondo, evitando su mirada.

—Claro. Igual que prestarte su saco —sonríe, maliciosa—. ¿Qué hiciste para ganarte ese trato especial?

—Se dio cuenta de que perdí un botón, creo que le molestaba que diera mala imagen.

Mi corazón late con fuerza.

¿Era especial? ¿Lo notaron los demás? ¿Desde cuándo?

—No es lo que piensas —digo, pero sueno menos convincente de lo que quisiera.

Sofía se aleja riendo, y yo me quedo ahí, con los dedos aferrados al borde de la mesa, preguntándome si realmente sé lo que está pasando.

Porque ahora, cada vez que cierro los ojos, veo su mirada.

Y no sé si quiero escapar de ella… o dejar que me consuma.

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