El auto de Cristian se desliza por las calles de Nueva Gerona como un felino negro, su motor un zumbido apenas audible que parece formar parte de la noche misma. La ciudad pasa como un sueño fuera de las ventanas tintadas, cada faro pintando breves destellos dorados en el interior lujoso del vehículo.
Me lleva a un restaurante que desafía la arquitectura convencional: estructuras en voladizo que se proyectan hacia el vacío con una audacia que casi parece desafiar la gravedad, líneas irregulares que se entrelazan en un baile perfecto de hormigón y luz artificial que se derrama como líquido sobre las superficies pulidas. El lugar respira exclusividad desde su entrada, un santuario moderno donde el dinero y el poder se encuentran discretamente entre suspiros de jazz suave y el tintineo discreto de copas de cristal.—Quiero que diseñes algo así —dice Cristian, sus ojos verdes brillando con ambición genuina mientras recorremos el espacio con la mirada—. Pero m