El reloj marca las 9:43 p. m. cuando el último empleado apaga su computadora y se despide con un cansado "hasta mañana". La oficina de Lumbre, usualmente bulliciosa, queda sumergida en un silencio que resuena entre las paredes de cristal y concreto. Yo, Camila, pasante de arquitectura con apenas tres años en la empresa, sigo aquí, hundida entre planos y reportes financieros que no logran cuadrar. El sonido de pasos firmes me hace levantar la vista. Jesús Mendoza, el CEO, se detiene frente a mi escritorio, su figura imponente recortada contra la luz tenue del pasillo. A sus cincuenta y tantos, lleva la edad con una elegancia que muchos hombres de treinta envidiarían: pelo entrecano peinado hacia atrás, traje impecable y una mirada que, incluso ahora, parece analizar cada detalle de mi desorden. —¿Sigues aquí? —pregunta, voz grave pero no reprochadora. —Sí, señor Mendoza. Quería terminar de revisar los informes del proyecto Colmena antes de mañana —respondo, tratando de disimular
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