La tormenta ruge fuera, las gotas golpean los cristales como advertencias. Pero dentro, en esta habitación cargada de tensiones, solo escucho el latido acelerado de mi propio corazón.
—¿Quieres dejar de jugar? —pregunto dejando la botella sobre la mesa y levantando la barbilla para enfrentarlo —Dejemos de jugar. Pero esto no terminará como tú quieres.
Jesús avanza, su sombra envolviéndome.
—¿Y cómo quiero que termine?
—Como siempre. Conmigo siendo solo otro calentón más.
Sus ojos oscuros brillan con algo peligroso.
—Nunca serás eso, si lo dices por Adriana, Adriana y yo tenemos un trato claro.
—Por eso no quiero estar en medio.
—Tú eres diferente —su voz es áspera, como si las palabras le quemaran al salir—. He intentado olvidarte. Borrarte. Pero solo consigo arraigarte más en mi piel.
El aire se espesa. Mis argumentos se desvanecen cuando sus dedos rozan mi hombro, el simple contacto del nudillo deslizándose por mi clavícula como una promesa.
—Sabes que no podemos —