Las uñas se me clavan en las palmas cuando el ascensor privado sube hacia el penthouse de Montenegro. Jesús está a mi lado, impecable en su traje negro, la expresión tan impenetrable como el cristal a prueba de balas que nos rodea.
—Recuerda —dice sin mirarme—, Montenegro es un hombre de detalles. Observará cómo sostienes el café, cómo cruzas las piernas, cuántas veces parpadeas cuando mientes.
—¿Y qué hago si me pregunta algo fuera del guión?
Finalmente gira hacia mí. Sus ojos recorren mi traje gris perla —elegido meticulosamente para no llamar demasiado la atención— y se detienen en el escote, donde asoma apenas la cadena con el lápiz USB que contiene los planos.
—Inventa. Pero hazlo convincente.
El ascensor se detiene con un suave ding.
El penthouse es un despliegue de lujo calculado: muebles minimalistas que cuestan más que mi departamento, cuadros abstractos que parecen salpicaduras de sangre, y en el centro, tras un escritorio de ébano, Eduardo Montenegro.
—¡Jesús, v