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Mundo ficciónIniciar sesiónMarcos D’Alessio, un CEO exitoso, frío y arrogante, firmó el contrato por lealtad al legado de su padre, sin molestarse en conocer a la mujer que se convertiría en su esposa. Años después, sigue ignorando su identidad… hasta que el destino la pone justo frente a él. Isabella Romano es joven, decidida y con un propósito claro: proteger a su hermana menor cueste lo que cueste. Aceptó ese matrimonio por obligación, pero nunca imaginó que acabaría trabajando como asistente del hombre que es legalmente su esposo… y que él no la reconocería. Él la trata con desdén, creyéndola una empleada más. Ella lo soporta en silencio, ocultando su verdad. Pero la tensión entre ellos se convierte en deseo. Cuando finalmente caen en la tentación y se convierten en amantes, Isabella le confiesa que está casada… sin revelar con quién. Lo que ninguno imagina es que ya son marido y mujer. Y que el juego de secretos, pasión y orgullo… está a punto de volverse una guerra emocional sin escapatoria.
Leer másLas luces del gran salón brillaban con una calidez engañosa, reflejándose en los imponentes candelabros de cristal que colgaban del techo. Las mesas estaban adornadas con centros de flores blancas y doradas, y una melodía suave llenaba el ambiente. La atmósfera era elegante, impecable, pero también estaba cargada de una tensa incertidumbre.
Isabella se encontraba de pie frente al altar improvisado, con las manos entrelazadas frente a ella. Su vestido blanco era sencillo pero hermoso, de telas ligeras que flotaban a su alrededor como una nube etérea. No había un velo cubriendo su rostro, pues no creía en cuentos de hadas. Sin embargo, en ese momento, habría deseado creer en uno. Porque en los cuentos, el novio siempre llega.
Pero Marcos no aparecía.
Se encontraba en la habitación de su mansión, se ajustaba lentamente las mancuernas del traje que su tía le había enviado especialmente para la ocasión. Un diseño italiano exclusivo. Impecable. Como él.
Frente al espejo, su imagen era la de un hombre en control: elegante, serio, absolutamente imperturbable. Pero en sus ojos… había una grieta.
Ya había firmado el contrato. Legalmente, Isabella Romano era su esposa. Lo había hecho por deber, por la promesa que le arrancó su padre antes de morir. Pero eso no significaba que iba a presentarse a una ceremonia vacía.
—No necesito fingir una unión que no elegí —murmuró, clavando la mirada en su reflejo como si quisiera arrancarse la culpa.
Su mandíbula se tensó. Pensaba en su padre… en aquella voz grave, cansada, que le pidió que cuidara a la hija de Alejandro Romano. Que mantuviera viva la alianza entre ambas familias. Como si su vida fuera una pieza más en un tablero que él no movía.
Pero Marcos no era una ficha. Era el jugador.
—Esto no es amor. Es un maldito negocio vestido de promesa —espetó, con una dureza que helaría la sangre de cualquiera que lo oyera.
Se quitó la chaqueta. Luego la corbata. Sus manos, aunque firmes, revelaban una furia contenida.
—Nadie me obliga. Ni siquiera él —dijo, bajando la voz, pero sin perder esa determinación gélida.
Luego se sentó en el sillón de cuero, cruzó una pierna con tranquilidad, tomó una copa de whisky y miró hacia el horizonte.
Estaba casado.
Pero no pensaba compartir su vida con una desconocida. Ni ese día. Ni nunca.
Los minutos pasaban como horas, y los murmullos entre los invitados se intensificaban. Algunos miraban sus relojes, otros disimulaban su incomodidad con sonrisas tensas. Isabella sentía el peso de esas miradas, la lástima oculta en cada par de ojos que la observaban en silencio.
A su lado, Sofía, sostenía la caja de las argollas con manos temblorosas. Ya no sonreía. Sus ojitos oscuros, llenos de ilusión minutos antes, ahora se empañaban de tristeza.
—Isa… ¿por qué no viene? Yo quería darle los anillos…
Isabella sintió que el corazón se le partía en dos. Se agachó, acariciándole el cabello.
—No lo sé, mi amor… —susurró—. Pero tú lo estás haciendo perfecto.
Sofía bajó la mirada, abrazando la cajita como si pudiera proteger algo que ya se había roto.
No lo sabía, y eso era lo peor de todo. No había esperado una boda de ensueño ni palabras dulces por parte de su desconocido esposo, pero tampoco había imaginado ser abandonada de esta manera. Como si no valiera ni siquiera la pena de una explicación.
Los murmullos se intensificaron cuando uno de los asistentes se acercó a Victoria y le susurró algo al oído. La mujer, hasta entonces sentada con la espalda recta y la expresión impenetrable, respiró hondo. Su rostro se tensó, y sus ojos chispearon con una rabia apenas contenida. Se levantó con firmeza y avanzó con pasos decididos hasta colocarse junto a Isabella. La severidad en su expresión era inconfundible.
—Esto es una vergüenza —dijo en voz baja, pero su tono cortó el aire como un cuchillo.
Todos guardaron silencio, expectantes.
Victoria recorrió la sala con la mirada antes de elevar la voz con autoridad.
—La boda ha terminado. Pueden retirarse.
El aire en la habitación pareció enfriarse de golpe. Algunos invitados intercambiaron miradas entre sí, inseguros de qué hacer. Pero nadie se atrevió a cuestionarla. Uno a uno, comenzaron a levantarse de sus asientos, saliendo con murmullos apagados. Los tacones resonaban sobre el suelo de mármol mientras la sala se vaciaba poco a poco.
Isabella sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Su cuerpo temblaba, aunque no sabía si era por la indignación, la tristeza o la impotencia. Se negó a llorar. No les daría esa satisfacción a quienes aún quedaban. No derramaría una sola lágrima por un hombre que ni siquiera se dignó a mirarla.
Victoria se giró hacia ella y la observó con una expresión que Isabella no pudo descifrar del todo. Había enojo, sí, pero también algo más. Algo parecido a protección.
—No mereces esto —afirmó, su voz firme pero sin dureza esta vez—. Y te juro que Marcos se arrepentirá.
Isabella la miró con sorpresa. No sabía si agradecerle o temer lo que vendría después.
Sofía, ajena al peso de la humillación que su hermana cargaba, jaló suavemente la falda del vestido de Isabella. Sus ojitos brillaban por las lágrimas contenidas.
—No quiero que estés triste, Bella —dijo con inocencia—. Tal vez solo se perdió en el camino.
Isabella cerró los ojos con fuerza y abrazó a la pequeña contra su pecho, sintiendo el temblor en su propio cuerpo. No quería romperse, pero se sentía al borde de hacerlo.
—Todo estará bien, mi amor —susurró, sin saber si lo decía para tranquilizar a Sofía o para convencerse a sí misma.
Pero en su interior, la humillación la sofocaba como una losa.
Victoria observó a Isabella con atención. La joven mantenía la cabeza en alto, pero sus ojos reflejaban el dolor de la humillación sufrida. Tras un largo silencio, Victoria exhaló con resignación y habló con firmeza.
—Voy a buscarlo. No puede salirse con la suya tan fácilmente —dijo, conteniendo su enojo.
Pero Isabella negó con la cabeza de inmediato.
—No quiero que lo hagas. No quiero volver a saber de él —su voz, aunque serena, tembló levemente al final—. Esto… todo esto ha sido una farsa. No quiero seguir atada a alguien que ni siquiera tuvo la decencia de presentarse en su propia boda.
Victoria frunció el ceño.
—Esto no quedará así, Isabella. Te mereces una disculpa, una explicación…
—No me interesa su explicación —interrumpió Isabella con firmeza—. Solo quiero dejar todo esto atrás. Si realmente quieres ayudarme… dame la oportunidad de irme al extranjero. Quiero estudiar, empezar de nuevo y olvidar esta vergüenza.
Victoria la miró fijamente, sorprendida por la determinación en su voz. Lentamente, su expresión se suavizó y, tras unos segundos, asintió con seriedad.
—Si es lo que deseas, te apoyaré. Te prometí que cuidaría de ti y de Sofía como una madre, y lo cumpliré. Haré los arreglos para que puedas irte cuanto antes.
Isabella sintió un nudo en la garganta, pero logró esbozar una pequeña sonrisa de gratitud.
—Gracias, Victoria.
Victoria acarició su rostro con ternura y luego se puso de pie.
—Vuelve a casa. Descansa. Yo me encargaré de todo.
Isabella asintió y, sin decir nada más, tomó la mano de Sofía y salió del salón. Pero antes de cruzar la puerta, lanzó una última mirada al altar vacío. La opresión en su pecho se hizo más fuerte, pero se obligó a seguir caminando.
Cuando Victoria llegó a casa, no se detuvo a quitarse el abrigo ni a respirar. Caminó como una ráfaga de viento furioso hasta el despacho. Abrió la puerta sin anunciarse. Marcos estaba allí, impecable en su traje, recostado en el sillón de cuero como si nada fuera urgente. Sostenía una copa con whisky sin hielo, su mirada fija en un punto indescifrable más allá del ventanal.
Levantó la vista lentamente, sin sorpresa.
—¿Tan grave fue que decidiste irrumpir en mi despacho? —soltó, con voz baja pero cargada de veneno controlado.
—Grave no lo cubre —espetó Victoria, cerrando la puerta tras ella—. Hoy humillaste a una mujer frente a todos. A tu esposa. Porque sí, Marcos… firmaste. Legalmente, ya lo es.
Él ladeó la cabeza, sin perder la calma.
—Cumplí con lo pactado. Ustedes querían un Echeverría unido a una Romano. Ya lo tienen. Pero no pretendan que sonría para las cámaras.
Victoria lo fulminó con la mirada.
—No te pedimos una sonrisa. Pero sí un mínimo de decencia. Esa niña... esa hermana pequeña que sostenía los anillos... ¿también merecía tu desprecio?
El silencio se volvió espeso.
—No fue desprecio —dijo finalmente Marcos, con los dientes apretados—. Fue honestidad. No iba a presentarme a una ceremonia que no significa nada para mí. ¿Una boda arreglada para cumplir una promesa del pasado? ¿Para perpetuar un apellido? No soy un mártir, tía. Y mucho menos, un romántico.
—No, claro que no —susurró Victoria con amargura—. Eres un cobarde con el corazón congelado.
Él no reaccionó. Solo bajó la mirada a su copa.
—Un cobarde no habría firmado.
—Un cobarde no se presenta a la boda. Y hoy, lo fuiste.
Ella giró y salió con paso firme, cerrando la puerta tras de sí. Y entonces, por primera vez en horas, Marcos soltó el aire contenido.
Apoyó la copa en el escritorio con un leve clac.
Se levantó y caminó hacia el ventanal. Desde allí, se veía el jardín cubierto por la luz dorada del atardecer. Todo en ese día le parecía irónico. Él, un hombre que nunca temblaba ante decisiones empresariales, que podía despedir a un equipo completo sin parpadear… se había sentido atrapado. Firmó ese contrato para honrar la última voluntad de su padre, porque su nombre todavía pesaba más que sus deseos. Porque le debía todo. ¿Pero casarse? ¿Con una mujer que ni siquiera conocía, que representaba un pasado que no eligió?
No.
Eso no podía hacerlo. Ni siquiera si ya estaba hecho en papel.
La rabia lo carcomía por dentro, pero no por la ceremonia... sino por lo que esa promesa le había quitado: el control. Su libertad.
Y eso, para Marcos Echeverría, era imperdonable.
Se tocó el cuello, donde la camisa aún olía al perfume caro que Victoria había elegido para él. Le pareció asfixiante. Como toda esta farsa.
—No pienso pertenecerle a nadie. Ni a un apellido. Ni a una promesa.
El amanecer bañaba la ciudad con un resplandor tenue y frío. Las calles, aún cubiertas por una ligera bruma, parecían rendirse ante la calma que precede a una tormenta. En la mansión D’Alessio, el reloj marcaba las seis de la mañana cuando el sonido del agua en la ducha rompió el silencio.Marcos se miró al espejo. El reflejo que lo observaba no era el del hombre abatido de días atrás. Era el del verdadero D’Alessio: firme, pulcro, con esa mirada que imponía respeto sin necesidad de una sola palabra. Tomó su mejor traje —el gris carbón que solía usar en las reuniones importantes—, una corbata azul oscuro y un reloj de acero que había pertenecido a su padre. Se acomodó el nudo de la corbata con precisión y respiró hondo.En el comedor, Victoria lo esperaba con una taza de café caliente.—No sabes cuánto extrañaba verte así —dijo con una sonrisa contenida.Marcos tomó la taza y le dio un sorbo antes de responder.—Gracias por no rendirte conmigo.—No lo iba a hacer —replicó ella—. Ahora
El camino de regreso a casa fue largo y silencioso. El auto avanzaba despacio, cortando la bruma gris del atardecer que empezaba a caer sobre la ciudad. Nadie habló. Ni Victoria, ni Camilo, ni el chofer. Solo el ruido del motor y el golpeteo monótono de las llantas sobre el pavimento acompañaban el regreso.Victoria, recostada contra el asiento, observaba de reojo a su sobrino. En su rostro ya no quedaba el mismo abatimiento que días atrás lo había convertido en una sombra de sí mismo. Había algo distinto en su mirada: una calma profunda, una serenidad que solo aparece cuando alguien se enfrenta al dolor y decide dejar de huir.No sabía qué había leído exactamente en esa carta, pero sí sabía que había surtido efecto. Lo notó en la forma en que Marcos sostenía el sobre en sus manos, en cómo miraba el horizonte con una determinación silenciosa. Victoria respiró hondo. Por primera vez en mucho tiempo, se permitió sonreír. El verdadero Marcos D’Alessio estaba de vuelta.El cielo se oscure
El silencio era tan denso que se podía oír el propio corazón de Marcos latiendo con fuerza. El viento jugaba con las flores del cementerio, haciendo que algunas pétalos se desprendieran y cayeran suavemente sobre la lápida de mármol que llevaba grabado el nombre de su padre:Damián Echeverría.Hombre íntegro y eterno guardián de lo justo.El sol de la tarde se filtraba entre las nubes, tiñendo de dorado las cruces cercanas. Todo parecía suspendido en un tiempo sin prisa.Marcos permaneció de pie, con los hombros caídos, el sobre negro entre las manos. Lo miraba una y otra vez, sin decidirse a abrirlo. Su respiración se entrecortaba, y sus pensamientos se arremolinaban sin orden.—¿Qué querías decirme, papá? —murmuró, con la voz quebrada—. ¿Cómo supiste que llegaría este momento?Sus dedos temblaron al acariciar el sello de cera. Le pareció sentir el eco de la voz de su padre llamándolo hijo, con ese tono firme y sereno que le infundía respeto y calma a la vez. El sobre tenía aún un le
El auto permanecía estacionado junto al camino de piedra que conducía a la tumba de Damián Echeverría.El viento se había calmado, pero la tensión seguía flotando en el aire como un eco persistente.Camilo, sentado en la parte trasera, mantenía los ojos húmedos, mirando a través del vidrio empañado sin pronunciar palabra. Era la primera vez que escuchaba aquella historia completa, y aunque su corazón estaba hecho pedazos, sabía que no debía interrumpir.Frente a él, Victoria sostenía las manos de Marcos, que aún parecía perdido entre la confusión y el dolor. Ella lo observaba con ternura, con ese amor silencioso que siempre había sentido por él, un amor maternal y profundo que se mezclaba con la devoción hacia la memoria de su hermano.La mujer respiró hondo y continuó con voz temblorosa, pero decidida.—Después de esos días de angustia, todo se volvió gris, Marcos… —empezó, mirando hacia la tumba—. Recuerdo que el silencio en la casa era insoportable. Las paredes parecían llorar. Tu
El viento del amanecer soplaba entre los cipreses, haciendo que las flores frescas de la tumba se mecieran suavemente. Marcos permanecía de pie, con las manos en los bolsillos del abrigo, la mirada fija en la lápida blanca donde descansaba el nombre de su padre.El silencio del cementerio era casi insoportable, y aun así, Victoria lo rompió con una voz baja, pero firme, como si cada palabra pesara toneladas.—¿Sabes, Marcos? —dijo ella, con los ojos puestos en el mármol—. A veces el pasado tiene que doler otra vez para que recordemos quiénes fuimos.Guardó silencio unos segundos, respiró hondo, y entonces comenzó a hablar, su voz convertida en una mezcla de nostalgia, tristeza y respeto.—Era el año 2014 —susurró—. Aquella mañana de febrero parecía tan normal… el cielo despejado, el aire tibio, el sonido de los pájaros entrando por las ventanas abiertas. Tu madre y yo estábamos en la sala de la casa paterna, celebrando lo mucho que habías aprendido. Apenas tenías ocho años y ya hablab
El tiempo parecía avanzar a un ritmo diferente dentro del auto. El paisaje pasaba lentamente a través de los vidrios empañados, como si el mundo entero se moviera en cámara lenta. Nadie hablaba. El silencio pesaba tanto que hasta el sonido del motor parecía lejano, ahogado por la tristeza que flotaba entre ellos.Victoria iba en el asiento trasero, junto a Marcos, que continuaba recostado, con la mirada perdida en algún punto indefinido del vacío. El rostro le mostraba los estragos de noches sin dormir, de copas que habían reemplazado las palabras, y de un alma que ya no encontraba rumbo.Camilo, desde el asiento delantero, observaba el espejo retrovisor con inquietud. No entendía del todo el destino de ese viaje, pero intuía que Victoria tenía un propósito más grande que simplemente alejarlo de la casa.El aire dentro del auto olía a licor barato, perfume desvanecido y arrepentimiento. Victoria lo miraba de reojo; su corazón dolía al verlo tan apagado, tan diferente de aquel joven qu

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