El sonido de las puertas del hospital cerrándose a su espalda fue como un eco seco dentro del pecho de Marcos D’Alessio. El caos ya había pasado. La mujer a la que había atropellado estaba estable, en observación. La policía había tomado su declaración. Todo bajo control. Todo resuelto.
Y, sin embargo, algo no encajaba.
Miró su reloj: 10:47 p.m.
Mucho después de la hora pactada para la cena.
—Maldita sea... —murmuró, corriendo hacia su auto.
Manejaba como si el asfalto fuera suyo, los dedos crispados sobre el volante, la mandíbula apretada, la camisa aún arrugada por haberla usado para cubrir a la mujer del accidente. Iba ensayando en su mente lo que diría, intentando encontrar la forma de justificar lo injustificable. Por una vez, no por cortesía ni por presión. Algo dentro de él se removía con incomodidad.
Al llegar a la Mansión Echeverría, el portón se abrió lentamente, con la misma solemnidad de siempre. Pero las luces exteriores ya estaban apagadas. Solo el resplandor tenue de lo