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Capítulo 3: Por su memoria

La habitación del orfanato estaba sumida en el más absoluto silencio, roto sólo por el zumbido lejano de los grillos en el jardín. Isabella yacía sobre su cama, aún con la espalda tensa, los ojos fijos en el techo desgastado. No había lágrimas en su rostro. Ni suspiros. Solo el peso denso, asfixiante, de una humillación que se le había adherido a la piel como una segunda capa.

El vestido de novia seguía allí, colgado en el perchero de hierro como una maldita sombra. Blanco, delicado, con encajes cosidos a mano. Un regalo de Victoria. Uno que ella había aceptado con ingenuidad, creyendo —por un segundo— que tal vez las cosas saldrían bien. Que ese día, aunque no fuese perfecto, sería al menos digno. Pero no.

Estaba furiosa.

Con Marcos, por tratarla como un objeto descartable con Victoria por prometerle que todo saldría bien, y sobre todo, consigo misma, por haber creído en ellos.

—Te odio —murmuró al vacío, sintiendo que su voz le raspaba la garganta—. Maldito seas, Marcos Echeverría. Por hacerme creer que esto era algo más que un negocio.

Apretó la sábana con fuerza, deseando arrancarse de la piel cada mirada de lástima que recibió esa tarde. Pero lo que más le dolía no era el desdén. Era el hecho de que lo hizo por amor a su hermana Sofía.

Ese pensamiento, como cada vez, hizo que su rabia se contuviera. Que el torbellino de emociones encontrara una única certeza.

Los recuerdos comenzaron a invadirla con la fuerza de una tormenta. Su mente la arrastró, sin pedir permiso, a aquel día que lo cambió todo...

Habían pasado solo tres días desde que Victoria Echeverría la encontró en el orfanato, pero para la mujer, la espera había sido eterna. Isabella aún recordaba con claridad esa mañana en que la vio llegar. No con la actitud altiva de una empresaria imponente, sino con un aire distinto, casi maternal, como si una promesa invisible la guiara hasta ella.

Estaba en el jardín, sentada bajo el rosal que tanto amaba su hermana, con el cabello suelto y los pies descalzos, disfrutando de un momento de paz que pronto sería interrumpido. Cuando alzó la vista, Victoria ya estaba ahí, observándola en silencio, como si buscara grabar su imagen antes de alterar por completo su destino.

—Hoy no vine solo a verte —había dicho ella al acercarse, con un sobre de borde dorado entre las manos—. Vine a darte esto.

Isabella lo tomó, sintiendo un leve temblor en los dedos. El papel tenía un peso extraño… no por su grosor, sino por lo que representaba. Lo supo apenas lo sostuvo: era un camino, una elección… un salto al vacío.

—Si decides firmarlo, nada volverá a ser igual —la voz de Victoria era grave, pero no fría—. Pero si lo haces… te prometo que jamás volverás a estar sola.

Y en ese instante, Isabella sintió que, por primera vez en años, su vida estaba a punto de empezar… o de acabarse, no estaba segura.

Sus ojos repasaron las líneas de aquel contrato, el mismo que Marcos Echeverría iba a firmar más tarde. Su nombre estaba allí, impreso junto al de él. Aquel hombre que no conocía, que no la conocía. Sus manos temblaban mientras pasaba la mirada por cada cláusula, cada palabra, cada letra, sabiendo que no solo estaba comprometiendo su nombre, sino también su alma.

—Este matrimonio es más que un acuerdo —le dijo Victoria, acercándose con una expresión casi afectuosa—. Es el comienzo de algo que puede convertirse en amor verdadero. Marcos es un hombre complicado, pero… con el tiempo, aprenderá a amarte.

Isabella deseó poder creerlo. Pero la idea de compartir su vida con un extraño, de ser entregada como moneda de promesa entre dos familias poderosas, la revolvía por dentro. Ella no había crecido soñando con una boda impuesta, sino con un amor elegido, con alguien que la mirara como si el mundo solo tuviera sentido cuando ella sonreía.

Pero ese sueño había quedado muy lejos.

Bajó la mirada y vio a Sofía, su hermana de siete años, en el suelo, entretenida con su viejo peluche de orejas remendadas. Esa imagen la golpeó más que cualquier palabra. A esa edad, Sofía no entendía lo que estaba pasando, pero Isabella sí. Sabía que ese contrato era la única puerta hacia una vida donde su hermana pudiera tener seguridad, alimento, educación, y un techo propio. Donde no tuvieran que depender de la caridad ni del incierto mañana del orfanato.

—¿Y si él nunca me ama? —murmuró, apenas audible, con la garganta apretada.

Victoria la miró con esa mezcla de firmeza y ternura que tan bien sabía usar.

—Lo hará. A veces el amor nace donde menos lo esperamos. Solo necesitas tener fe.

Luego, más cerca, le susurró:

—Y si aceptas… te cuidaré a ti y a tu hermana como si fueran mis propias hijas. No estarán solas nunca más.

Las lágrimas se acumularon en los ojos de Isabella, pero no cayeron. Solo asintió en silencio, tomó la pluma, y con el corazón en un puño, firmó. Firmó por Sofía. Por su futuro. Por una promesa que no era suya… pero que ahora la marcaba para siempre.

Al soltar la pluma, algo dentro de ella se quebró. Y ni siquiera el abrazo que Victoria le ofreció después pudo recomponerlo.

El recuerdo se desvaneció lentamente, pero el sabor amargo permanecía intacto en su pecho.

Isabella parpadeó y volvió a mirar el techo blanco y agrietado de su habitación en el orfanato. No había lágrimas en sus ojos. No esta vez. Había vivido demasiadas cosas para seguir llorando.

Al final, todo había servido para algo.

En pocos días se iría al extranjero con Sofía. Estudiaría, construiría un futuro por su cuenta. Sería alguien en la vida sin deberle nada a nadie. Esa sería su verdadera victoria.

Se giró hacia un lado en la estrecha cama del orfanato, cerrando los ojos con fuerza mientras sus pensamientos se hacían nudo en la garganta.

—No más promesas vacías. Solo nos tenemos a nosotras —susurró con voz baja, casi como un juramento.

Y con eso en el corazón, se permitió dormir.

Lo que Isabella no supo, fue que ese mismo día, al otro lado de la ciudad, Marcos Echeverría también fue obligado a firmar ese mismo contrato. 

El eco de los tacones de Victoria resonaba en el lujoso despacho. Frente a ella, sentado con una expresión de fastidio absoluto, estaba Marcos Echeverría D'Alessio, el CEO de Vanguard Corp. Alto, con un porte imponente y una mirada gélida, escuchaba sin interés mientras su tía hablaba.

—Tu padre y el de ella hicieron un juramento, Marcos —insistió Victoria, su tono severo y autoritario—. Prometieron que sus hijos se casarían y unirían ambas familias. No puedes deshonrar su memoria ahora que por fin encontré a Isabella Román.

—Ese juramento lo hicieron ellos, no yo —respondió él con frialdad, recargando el peso de su espalda contra el amplio sillón de cuero—. Si tanto te importa, cásate tú en mi lugar.

Victoria cerró los ojos y exhaló lentamente, intentando contener su exasperación. Sabía que su sobrino era testarudo, pero esta vez no podía ceder. Lo crió desde que sus padres murieron en aquel trágico accidente, y aunque lo amaba como a un hijo, también sabía que su corazón se había convertido en hielo.

Marcos no era un hombre que creyera en promesas ni en destinos. El amor era una fantasía inútil, un juego que debilitaba a los hombres poderosos. Su vida se había construido en base a decisiones calculadas, y lo último que quería era unir su futuro a una mujer que ni siquiera conocía.

—No solo se trata de honrar su memoria —dijo Victoria con firmeza, cruzando los brazos—. Es tu destino, Marcos. Isabella será tu esposa y con el tiempo se amarán. Lo sé.

Marcos soltó una risa seca y cínica.

—¿Amarla? ¿Cómo puedes estar tan segura de algo tan absurdo? No la conozco, ni me interesa conocerla. Para mí, este matrimonio no es más que una estrategia impuesta por dos personas que ya no están aquí.

Se puso de pie con un movimiento brusco y caminó hacia la ventana de su oficina. Desde el piso más alto del edificio, la ciudad se extendía bajo sus pies, iluminada por miles de luces titilantes. La imagen solía darle una sensación de control, pero en ese momento solo reforzaba la jaula en la que sentía que estaba atrapado.

Victoria se acercó con pasos lentos, observándolo con paciencia. Sabía lo que estaba pensando. Marcos siempre había odiado sentirse atado, atrapado en una situación de la que no pudiera escapar. Desde que era niño, la idea de perder el control lo aterrorizaba, aunque jamás lo admitiría.

—No te estoy pidiendo que la ames desde el primer día —su voz era más suave ahora, pero no menos firme—. Solo te pido que cumplas con lo que se espera de ti. Sé que odias sentir que otros deciden por ti, pero hay cosas que van más allá de nuestros deseos, Marcos. Esta es una de ellas.

Él cerró los ojos un instante, sintiendo el peso de sus palabras. Quería gritarle que no le importaba, que podía rechazar esto y seguir adelante con su vida. Pero la verdad era que, aunque no lo admitiera, parte de él seguía sintiendo el peso del legado de sus padres. Habían muerto convencidos de que esta unión aseguraría el futuro de ambas familias.

Con el ceño fruncido y la mandíbula tensa, regresó al escritorio. Se quedó mirando el documento frente a él, con su nombre y el de Isabella escritos en tinta negra, como si fueran los protagonistas de una historia ajena.

Tomó la pluma con dedos tensos y, tras un último instante de duda, firmó el contrato con un trazo decidido. Al soltar la pluma, sintió una extraña mezcla de alivio y derrota. No había vuelta atrás.

Victoria tomó el contrato y lo revisó, satisfecha.

—Has hecho lo correcto, Marcos —dijo con solemnidad.

Pero él no respondió. Solo se quedó mirando la ciudad a través de la ventana, preguntándose si acababa de cometer el mayor error de su vida.

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