Victoria Echeverría miró por enésima vez el reloj antiguo del comedor. Las agujas parecían burlarse de su paciencia, avanzando con una parsimonia cruel. El segundero marcaba las 9:43 p. m., y la cena servida sobre la mesa seguía intacta, enfriándose lentamente bajo la elegante lámpara de araña.
Llevaba de pie más de veinte minutos junto a la ventana, con los brazos cruzados sobre el pecho, tamborileando con los dedos sobre su antebrazo. Su ceño fruncido delataba algo más profundo que molestia: decepción. Un sentimiento que rara vez permitía aflorar.
—Esto es inaceptable —murmuró para sí, con la mandíbula tensa—. Imperdonable.
Se volvió hacia Isabella, que se encontraba sentada en silencio al otro lado de la estancia, junto a la chimenea encendida. La luz del fuego danzaba sobre su rostro sereno, pero había algo contenido en sus ojos. Un cansancio emocional que no se expresaba en palabras, pero sí en la forma en que mantenía las manos entrelazadas sobre el regazo, con los dedos apretan