El sol de la mañana iluminaba suavemente la mansión D’Alessio. Todo parecía en calma, con la brisa acariciando las cortinas y el canto de los pájaros llenando el aire de serenidad. Isabella y Marcos estaban en la sala principal, sentados juntos, con los tres bebés descansando plácidamente en sus cunas. Los primeros días después del regreso de la luna de miel habían sido llenos de felicidad, pero también de adaptación.
—Marcos —dijo Isabella, recostando la cabeza en el hombro de su esposo—. ¿Te das cuenta de todo lo que ha pasado? Hace poco estábamos soñando con nuestra boda, y ahora… tenemos a nuestros hijos, nuestra familia… nuestra vida.
—Lo sé —respondió Marcos, acariciando suavemente la mano de Isabella—. Y cada día a tu lado me recuerda que todo valió la pena. Cada sacrificio, cada espera, cada lágrima… nos llevó hasta aquí.
Isabella sonrió, un brillo cálido en sus ojos. Miró a los pequeños, que dormían tranquilos, y sintió una gratitud infinita. La vida finalmente les había dado