Mundo ficciónIniciar sesión“Fui su obsesión, y ahora solo quedan dos cicatrices que aún sangran al recordarse”. Mía creyó haber escapado del infierno cuando firmó su divorcio con Adriel Salazar, el hombre que la amó con obsesión y la destruyó con la misma intensidad. Pero el destino no fue tan piadoso. Tras un accidente, Adriel despierta sin recordar su crueldad… solo el amor que una vez sintió por ella. Ahora, mientras Mía intenta rehacer su vida, él vuelve a amarla como si nada hubiera ocurrido. Lo que ninguno sabe es que detrás de su tragedia hay una traición mucho más oscura —una que podría volver a separarlos… o condenarlos para siempre.
Leer más¡Pum!
El jarrón costoso que compró en su luna de miel fue destrozado por su esposo. Los fragmentos de cerámica volaron por todas partes que reflejaban su corazón roto. —¿Te has vuelto loco, Adriel? —Mía arrugó el entrecejo, mechones de cabello castaño se pegaron a su frente sudada. Sus manos temblorosas se aferraban al acuerdo de divorcio. Hace unos segundos, su plática “cordial” se convirtió en un forcejeo. Su aún esposo le quería arrebatar los documentos y romperlos en mil pedazos. —La única que ha perdido la cordura aquí eres tú —le gritó él, y enseguida se quitó su saco gris y lo aventó contra la mesa marmórea. Sus ojos grises la escanearon de arriba abajo. Mía falseó el paso y su cadera chocó contra el respaldo de la silla. Su condición mejoró mucho, pero la mala consolidación de su fractura de cadera. Al componerse, sujetó con fuerza el mango del bastón y retrocedió dos pasos. —Cálmate —le exigió, y no pudo evitar estremecerse ante la imagen iracunda del hombre que alguna vez juró protegerla de todo mal. —¿Calmarme? Puta madre, Mía, escúchate —sonrió como un desquiciado mientras negaba con la cabeza. Se había dejado crecer la barba, fue un cambio radical para él, que siempre se había caracterizado por una imagen impecable. —Esto es inevitable. La decisión más sana que podríamos tomar —su voz se quebró. —¿Sana? Claro, claro, muy sana —el sarcasmo se impregnó en cada sílaba—. Porque es insano cogerte a tu amante mientras me voy de viaje de negocios, ¿verdad? Es insano que, en lo que me parto el culo en el trabajo y mientras le mando dinero a tu madre, tú dejes que un hijo de puta te meta la polla justo en mi sala. Mi sala, mi casa, mía —enfatizó la última oración. La pequeña mano de Mía apretó el bastón hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Y con la mano libre le extendió los papeles. —¡Entonces firma el maldito divorcio! Quédate con tu casa, con todo, y déjame a mí vivir en paz —las lágrimas ya rodaban por sus mejillas. «Qué patética», se regañó a sí misma. Adriel la miró a la cara por unos segundos. Era tan hermosa, sus facciones exquisitamente armoniosas. Por un instante, quiso extender la mano y secarle las lágrimas, pero al final solo apretó los puños. La traición era insoportable para él. Sostuvo el acuerdo de divorcio, ni siquiera le echó un vistazo. Sus manos rompieron los papeles, los apretó con fuerza hasta formar una bola de papel. Por último, los tiró a los pies de su esposa. —Primero muerto —le dijo con sorna, y su mirada brillaba por la ira. Ella era suya, sin importar que estuviera mancillada, aún con esa lengua mentirosa y esa cara angelical que escondía el alma de una arpía. —¿Qué es lo que quieres de mí? Si soy tan asquerosa y traicionera, déjame ir —suplicó ella entre sollozos; su pecho subía y bajaba descontrolado. —Nunca —saboreó la palabra—. Jamás te vas a librar de mí. Seremos miserables, juntos, los dos, hasta el fin de nuestros días. —¡Eres un enfermo! —Mía volvió el rostro a la pared blanca. —Qué bueno que lo mencionas —una sonrisa cruel le retorció los labios—. Pronto tendré la cabeza de tu amante colgada en la pared de mi despacho. Las pupilas de Mía se contrajeron. Claro que Adriel sería capaz de eso y más. —A-Adriel, míranos —le dijo en un hilo de voz sin tener contacto visual—. Esto es una mierd*. Firma el divorcio. Déjame ir, por favor. La poca distancia desapareció con cuatro simples pasos que dio hacia ella. Con una de sus manos, Adriel rodeó el cuello de su esposa. —¿Qué tiene él que no tenga yo? —su pelvis se inclinó hacia el vientre de Mía, y con la mano libre recorrió la curva de su cadera sin pudor. —¡Suéltame! —pidió ella con firmeza. —¿La tiene más grande que yo acaso? ¿Te follaba más duro? ¿Qué es lo que él te dio que yo no pude? —la última pregunta salió llena de impotencia. Había sido un hijo de puta al comienzo, lo reconocía, pero después, al darle forma a sus sentimientos, le bajó el cielo, la luna y las estrellas. Y no hablaba de promesas huecas. Pagó sus deudas, la llevó con el mejor cirujano para arreglar su problema en la cadera. Mantenía a su madre y a su hermano. Si ella se lo pedía, él se hubiera arrancado el corazón sin titubear. —¡Basta! —exclamó ella, y al removerse para soltarse de su agarre, el sonido del bastón al caer retumbó en el comedor. Adriel la soltó. Mía se tambaleó por unos segundos antes de caer de nalgas. Arrugó la frente y cerró los ojos. El golpe fue duro; en unas horas, el dolor sería insoportable. —Ahí es donde debes estar, Mía, en el suelo. Como la vil cucaracha que eres —le sonrió con burla y se inclinó en su dirección—. Nunca te vas a deshacer de mí. Nos vamos a amargar el uno al otro. Vas a maldecir el día que nos conocimos, tanto como lo hago yo.Mía Yailes sostenía el teléfono contra su oreja, y las lágrimas rodaban por sus mejillas tras la triste noticia del aborto espontáneo de su hermana.Fue trasladada de emergencia en la madrugada por una hemorragia vaginal. Para cuando llegó al hospital público, el bebé en su vientre de cinco meses ya había perdido la vida.—Iré para allá enseguida —le informó al marido de su hermana.Rafael le respondió un seco “gracias”. Mía no podía ofenderse por eso. Su cuñado se encontraba sumido en el dolor por la pérdida de su hijo, y a eso se sumaban las complicaciones médicas de su esposa.—Yo puedo llevarte sin problema —eso no fue una sugerencia; Tomás agarró su chaqueta del perchero.—No es necesario —Mía no quería causar molestias.—Lo es para mí —dijo él, y le extendió la mano para ayudarla a ponerse de pie.Mía vaciló, expulsó el aire retenido en sus pulmones, lo pensó durante unos segundos y terminó por acceder. A fin de cuentas, ir con Tomás le ahorraría mucho tiempo. Trasladarse en tra
—Mía, surgió una emergencia. No me gustaría dejarte aquí ni que volvieras sola a casa. ¿Ya terminaste tus pendientes? —dijo Tomás, y usó todo su autocontrol para no reírse del idiota encamado.Adriel ardió en ira. Mía acababa de decirle que estaban divorciados, y ahora entraba ese pobretón, expretendiente fracasado de mierd*, a insinuar que vivían juntos. Todo su cuerpo se calentó. Quiso levantarse y exigir el respeto que merecía. Era imposible que Mía lo hubiera cambiado por ese imbécil, eso debía ser una malentendido.Un dolor punzante, más agudo que cualquier molestia física, le atravesó el pecho. —¿Él? —logró decir Adriel, con la voz cargada de un desprecio . Sus ojos, ahora lúcidos y afilados, se clavaron en Mía. Ignoró por completo a Tomás, como si fuera una bolsa de basura en esa habitación—. ¿T-terminas conmigo para volver con esto? ¿E-es una broma?Tomás dio un paso al frente, con una sonrisa condescendiente en los labios. —Oye, no es personal. Son cosas que pasan, amigo
En medio del enorme cuarto de hospital se encontraba Adriel Salazar. Su rostro todavía se veía magullado, pese a que ya había pasado una semana desde su accidente. El aparato que monitoreaba sus signos vitales se mezclaba con la respiración del médico. Hace dos horas había logrado abrir los ojos por unos segundos y después cayó en la inconsciencia. El doctor pidió la presencia urgente de su esposa.Su familia cercana estaba de viaje, y la madre del paciente padecía del corazón. Una noticia así de fuerte sería sinónimo de un paro fulminante. Transcurrieron veinte minutos desde que le administraron Zolpidem, un medicamento aplicado a través de la sonda. Si todo salía bien, lo haría volver en sí poco a poco.El médico miró su reloj y volvió a enfocarse en el paciente. Mía contuvo el aliento. Pasaron otros quince minutos, y los dedos de Adriel se movieron. —Señor Salazar —el médico, expectante, pronunció su nombre. Adriel abrió lentamente los ojos. Sus párpados pesaban, y su m
—Después de leer el acuerdo, y dado que la señorita Yailes no pide absolutamente nada, y que no hay más involucrados, es momento de pasar a la firma —anunció el abogado. Mía sostuvo la pluma entre sus dedos. La muñeca le dolía. Se había cambiado las vendas antes de entrar al juzgado. Cuando fue el turno de Adriel, él sí se tomó su tiempo. Leyó cláusula por cláusula, hasta que no le quedó más remedio que firmar. Un escalofrío le subió por la nuca, pero fingió que todo le valía mierd*. El pálido rostro de la mujer le vino a la mente.—Si así es como me libero de ti, esto es lo que quiero —su voz tembló, pero su mirada, aunque hinchada, mostraba una firmeza devastadora.En ese instante, admitió que tenía miedo, tenía miedo de perderla para siempre.Si esa mujer, por la que había entregado hasta su alma, lo había traicionado en su propia casa y prefería la muerte antes que seguir casada un día más con él, entonces ya no quería nada.Su vida sería la misma.Hasta mejor: se desharía de
Durante los tres días siguientes, Adriel pareció desvanecerse en el aire. La mansión estaba inquietantemente silenciosa. Hasta que ese noche, Adriel, por primera vez en su vida, regresó a casa del brazo de una hermosa mujer. Tenía el cabello oscuro y los ojos marrones, y su figura se acurrucaba firmemente en sus brazos. Sus curvas bien formadas y sus caderas anchas y torneadas se insinuaban tenuemente bajo su ajustado vestido. Mía se despertó al oír risas y pasos vacilantes que venían del pasillo. Se levantó y abrió la puerta para ver a su esposo abajo, tirando con ternura de la cremallera del vestido de una desconocida, cuyos pechos generosos quedaban completamente al descubierto. Sintió un vuelco en el corazón. Instintivamente, golpeó con fuerza el marco de la puerta con su bastón, produciendo un golpe seco y resonante. La mano del hombre se detuvo, pero no se apartó. —¿Quién? ¿Qué es esto? —La mujer fingió pánico, cubriéndose el pecho con las manos, pero su mirada desaf
¡Pum!El jarrón costoso que compró en su luna de miel fue destrozado por su esposo.Los fragmentos de cerámica volaron por todas partes que reflejaban su corazón roto.—¿Te has vuelto loco, Adriel? —Mía arrugó el entrecejo, mechones de cabello castaño se pegaron a su frente sudada. Sus manos temblorosas se aferraban al acuerdo de divorcio. Hace unos segundos, su plática “cordial” se convirtió en un forcejeo. Su aún esposo le quería arrebatar los documentos y romperlos en mil pedazos. —La única que ha perdido la cordura aquí eres tú —le gritó él, y enseguida se quitó su saco gris y lo aventó contra la mesa marmórea. Sus ojos grises la escanearon de arriba abajo. Mía falseó el paso y su cadera chocó contra el respaldo de la silla.Su condición mejoró mucho, pero la mala consolidación de su fractura de cadera. Al componerse, sujetó con fuerza el mango del bastón y retrocedió dos pasos. —Cálmate —le exigió, y no pudo evitar estremecerse ante la imagen iracunda del hombre que a
Último capítulo