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Capítulo 2: Una promesa que aún no se cumple

Victoria después de salir del despacho de Marcos, se apoyó un segundo contra la madera, respirando con dificultad.

—No merecía esto… —murmuró.

Se alejó por el pasillo con pasos pesados. Cada rincón de la mansión le parecía más frío que antes. El aire parecía más denso, como si el dolor de Isabella aún flotara en el ambiente.

Entró a su habitación, y al cerrar la puerta detrás de sí, no pudo evitarlo. Sus piernas flaquearon. Se sentó en el borde de la cama, presionando los dedos contra las sienes, y entonces el recuerdo la invadió como una marea inevitable.

El cielo estaba cubierto de nubes densas, pero la tormenta verdadera rugía dentro del pecho de Victoria Echeverría.

Avanzó por el sendero del cementerio con paso lento, el viento revolviéndole el abrigo y los pensamientos. A su alrededor, las lápidas parecían susurrar secretos olvidados, pero ella solo escuchaba un nombre… y una promesa.

Se detuvo ante una tumba elegante y muy bien cuidada. Las flores aún frescas atestiguaban su fidelidad. Se inclinó, vencida por un peso más fuerte que el tiempo, y acarició el mármol frío:

Damián Echeverría

Hombre íntegro y eterno guardián de lo justo

1970 – 2014

—Perdóname, Damián… —susurró—. No he podido hallarla.

La voz le temblaba, como su corazón.

—He buscado en cada rincón, preguntado a quienes conocieron a Alejandro Román… pero nadie sabe qué fue de sus hijas.

Cerró los ojos. Aún podía verlo, débil pero decidido, apretándole la mano en su lecho de muerte:

"Prométeme que cuando ya no esté, harás lo imposible. Que Marcos y la hija de Alejandro estarán juntos. Que nuestro lazo vivirá en ellos."

Ella había jurado. Y había fallado.

—Te lo prometí… y no he cumplido. Pero escúchame, hermano: no voy a rendirme.

Se arrodilló, sin importarle la tierra húmeda. Dejó un ramo de lirios blancos, y alzó el rostro hacia las nubes.

—Si puedes oírme… ayúdame a encontrarla. Dame una señal. Porque no descansaré hasta que esa promesa… se cumpla.

El silencio del cementerio fue roto por pasos apresurados. Camila, su fiel asistente, apareció corriendo, con los ojos brillantes y el pecho agitado por la emoción.

—¡Señora Victoria! ¡La encontramos! ¡Isabella Román está viva!

Victoria se quedó inmóvil, como si el tiempo se hubiera congelado. Su corazón, dormido por años, comenzó a latir con fuerza.

Camila explicó entre suspiros y le entregó un sobre: Isabella y su hermana menor quedaron huérfanas y fueron llevadas a un orfanato. Aunque Isabella ya no tenía edad para seguir allí, se negó a abandonar a la pequeña. Se convirtió en voluntaria, ayudó en todo… y se ganó el cariño de todos. Por eso, las encargadas le permitieron quedarse.

Victoria tomó el sobre con la información y volvió a arrodillarse ante la tumba de su hermano.

—¿Lo oíste, Damián? La encontré. Tu promesa no se ha roto. No voy a fallarte.

El sol se abrió paso entre las nubes, bañando la lápida en una luz dorada. Victoria se puso de pie, más fuerte que nunca.

Era hora de buscar a Isabella.

El coche se deslizaba por la carretera como si el tiempo apremiara. Victoria apretaba el sobre entre sus manos, sintiendo cómo el corazón le golpeaba el pecho con fuerza desbocada. No recordaba la última vez que se había sentido así… tan viva, tan cerca de algo importante.

—Que me acepte… —murmuró para sí, con los ojos fijos en el horizonte—. Solo necesito que me escuche.

Sabía que no sería fácil. Una joven criada en la incertidumbre, marcada por la pérdida… ¿confiaría en una desconocida que llegaba con promesas y un apellido poderoso?

El coche giró la última curva. A lo lejos, el viejo edificio del orfanato se dibujaba entre árboles.

Victoria cerró los ojos un segundo, respiró hondo y susurró:

—Estoy aquí, Isabella Román. Y vengo a cambiar tu vida.

El destino estaba a punto de tocar la puerta.

Las manos de Victoria temblaban ligeramente mientras caminaba por el pasillo del orfanato. Las paredes estaban adornadas con dibujos infantiles, risas lejanas se colaban por las puertas entreabiertas… pero su mente solo podía pensar en una cosa: ella estaba allí. A tan solo unos pasos.

La directora abrió la puerta con suavidad. Isabella estaba sentada junto a una pequeña, ayudándola a armar un rompecabezas. Se levantó con cautela al ver a la mujer desconocida que la observaba desde el umbral.

—¿Isabella Román? —preguntó Victoria, con el corazón golpeándole el pecho como un tambor desbocado.

—Sí, señora —respondió con suavidad, limpiándose las manos en su delantal—. ¿La puedo ayudar?

Victoria dio un paso adelante, conteniendo la emoción.

—Mi nombre es Victoria Echeverría. Tu padre… Alejandro Román… era como un hermano para el mío. Murieron juntos… en ese maldito terremoto.

Los ojos de Isabella se nublaron por un instante. Asintió, en silencio.

—Antes de morir, ellos se prometieron algo —continuó Victoria, con voz firme pero cargada de ternura—. Que sus hijos unirían sus vidas algún día. Que el amor de su amistad viviría en ustedes.

Isabella bajó la mirada, tomó aire y luego la sostuvo con valentía.

—No sé si estoy hecha para promesas tan grandes, señora… pero si de verdad viene del corazón… estoy dispuesta a escucharla.

Victoria la observó con detenimiento, como si quisiera medir hasta dónde podía llegar. Se acercó un poco más y, con voz baja pero firme, dejó caer las palabras que llevaba años guardando.

—La promesa no solo fue de unión… Isabella, fue un compromiso de matrimonio.

Los ojos de la joven se abrieron con asombro. Dio un paso atrás, como si de pronto todo el aire se hubiera vuelto demasiado denso.

—¿Matrimonio? —repitió, apenas en un susurro—. ¿Con quién?

Victoria sostuvo su mirada, sin rodeos.

—Con mi sobrino, Marcos Echeverría.

El silencio se instaló como un golpe seco entre ambas. El pecho de Isabella se oprimió. Sintió que algo dentro de ella se quebraba entre la incredulidad y el miedo.

—¿Él lo sabe? —preguntó Isabella, con la voz temblorosa, temiendo la respuesta.

Victoria la sostuvo con la mirada… y sonrió, suave, como quien escoge cuidadosamente sus palabras.

—Sí… lo sabe —respondió, aunque por dentro un nudo le apretaba el pecho. Sabe que existes, pero no está de acuerdo. Aún no.

—Necesito tiempo —murmuró Isabella con la garganta apretada—. No estoy segura de poder… encajar en todo eso.

Victoria dio un paso adelante. Su voz fue un susurro firme, casi maternal.

—Lo entiendo. Pero quiero que pienses en esto… Si aceptas, no sólo cambiarás tu vida. Le estarás dando un nuevo destino a tu hermana también. Tendrás acceso a lo que por derecho te fue arrebatado. Serás protegida. Valorada. Llevarás un apellido que jamás te dejará sola: Echeverría.

Isabella bajó la mirada. El viento agitaba sus cabellos, y por un instante, la imagen de sus padres vino a su mente… el temblor, el caos, la pérdida. Ellos murieron sin dejarle nada, excepto la promesa invisible de resistir. Y ahora, una puerta imposible se abría ante ella. Pero… ¿a qué precio?

—No lo sé… aún no lo sé —confesó.

—Tómate tu tiempo —dijo Victoria, con una mirada decidida—. Pero cuando estés lista… te prometo que el mundo entero sabrá quién eres. Isabella Román… hija de Alejandro. Heredera de un legado. Y futura Echeverría.

Victoria parpadeó. Las lágrimas se le habían escapado sin notarlo. Se las limpió con la yema de los dedos, como si pudiera borrar también el cansancio que le pesaba en los hombros.

Se quedó sentada unos segundos más, en completo silencio. El recuerdo de aquella promesa, de ese primer encuentro con Isabella… y ahora la negativa de Marcos, le calaban los huesos como una lluvia helada.

Suspiró profundamente. Se puso de pie, pero esta vez sus pasos no iban cargados de furia.

—Necesito pensar —murmuró, apenas audible, como si se hablara a sí misma.

Se quitó los zapatos, el abrigo, y se acercó al baño. Abrió la llave de la regadera y dejó que el vapor comenzara a envolver el ambiente. Se desvistió con movimientos mecánicos, dejando que cada prenda que caía al suelo aligerara un poco la carga de su pecho.

Cuando por fin el agua caliente tocó su piel, Victoria cerró los ojos, se quedó allí, inmóvil, dejando que el agua deshiciera el nudo en su espalda… y también en su alma.

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