La sala de partos estaba silenciosa, pero el silencio estaba cargado de tensión, miedo y esperanza. Isabella yacía en la cama, pálida, sudorosa y casi sin fuerzas. Cada contracción la dejaba agotada, y la respiración entrecortada era un testimonio de todo el esfuerzo que estaba haciendo por traer nuevas vidas al mundo. Marcos estaba a su lado, con las manos entrelazadas con las de ella, temblando ligeramente, incapaz de contener la ansiedad que sentía. Sus ojos no dejaban de recorrer el rostro de Isabella, lleno de dolor y determinación, y su corazón se oprimía con cada gemido que ella dejaba escapar.
—Isabella… —susurró, con voz temblorosa—. Tú puedes… podemos… vamos a lograrlo…
Ella trató de sonreír, pero el dolor la hizo jadear. Cada fibra de su cuerpo estaba al límite, y sentía como si su fuerza se estuviera escapando por completo.
—Marcos… —dijo débilmente—. No sé si… pueda… —su voz se quebró, y la enfermera tuvo que ayudarla a incorporarse un poco para aliviar la presión.
Marcos