El restaurante estaba decorado con elegancia discreta. El mantel blanco, las copas de cristal y la tenue luz natural que entraba por los ventanales daban un aire sofisticado al lugar. Marcos D’Alessio llegó puntual. Puntual como siempre. Vestía de negro, con el saco al brazo y la mandíbula tensa. Su tía lo esperaba sentada en una mesa del rincón, con una copa de vino blanco entre los dedos y la mirada fija en la carta, aunque no leía una sola palabra.
—Tia —saludó con la frialdad de siempre.
—Marcos. Qué bueno que la puntualidad no se te ha olvidado —respondió ella, dejando la carta a un lado y cruzando las manos con elegancia. Su tono era suave, pero su mirada no cedía. Victoria Echeverría no era una mujer que desperdiciara palabras.
—No te he citado solo para almorzar.
Marcos no se inmutó. Se acomodó la servilleta con precisión sobre el regazo, sin levantar la vista.
—Lo imaginé. ¿Algún nuevo escándalo familiar?
—No, Marcos. Esto es más serio que cualquier escándalo, se trata de tu esposa —dijo ella, firme.
El gesto de él se endureció. La mandíbula se marcó, y su mirada, antes indiferente, se volvió fría.
—No empieces, tía.
—Voy a hacerlo. Porque ya es hora. Han pasado tres años desde aquella boda, y tú sigues actuando como si eso nunca hubiera sucedido. Como si ella fuera solo un error firmado en papel. La humillaste.
—No fui a una boda que no pedí ni acepté. ¿Humillación? Firmamos el mismo contrato sabiendo exactamente lo que era: un pacto sin afecto, sin futuro, sin elección. ¿De verdad esperaba votos románticos y miradas dulces de un desconocido? Mi ausencia no fue un acto cruel... fue lo único honesto en medio de tanta hipocresía. No veo cuál es el problema.
Marcos se apoyó en el respaldo de la silla, cruzando los brazos con lentitud.
—Tú fuiste quien me empujó a eso. No lo olvides.
Victoria sostuvo su mirada sin pestañear.
—Te ofrecimos una unión, no una condena. Te casaste con una joven que tenía dignidad, carácter, y un motivo noble detrás. Pero tú estabas demasiado ocupado jugando a ser invulnerable.
Mientras Victoria hablaba, la voz de su tía se volvía un murmullo lejano.
Marcos arqueó una ceja, mientras un destello amargo del pasado le atravesaba la mente: el eco del silencio en su mansión aquel día, la copa intacta en su mano, el nudo invisible en la garganta que no quiso reconocer. Había sentido una especie de vacío glacial, una mezcla entre furia contenida y hastío, como si toda su vida hubiera sido escrita por otros y ese matrimonio fuese el último acto de una obra que no eligió protagonizar. Sin molestarse en fingir arrepentimiento, replicó:
—No me interesa lo que haga, ni dónde esté. No la pedí, no la elegí y no pienso fingir lo contrario. Ella firmó ese contrato igual que yo… si esperaba algo más, el error fue suyo, no mío.
Victoria no respondió de inmediato. Lo miró con una mezcla de lástima y firmeza, como si intentara atravesar con la mirada ese muro de hielo que él había levantado durante años.
—Conócela, Marcos. Por primera vez en años, te pido que la mires de verdad. Que la escuches, aunque sea una sola vez. Porque están casados, y sin embargo, no conocen ni el timbre de sus voces.
—No me interesa. ¿No te basta con haberme forzado? ¿Ahora también quieres que actúe como si me importara?
Victoria dejó su copa en la mesa con firmeza, sin brusquedad, pero con un gesto cargado de significado.
—Te guste o no, Marcos, hay promesas que no se rompen tan fácilmente. Tu padre y el de ella se lo prometieron y tú firmaste el contrato. No hablo de amor. Hablo de compromiso. Y tú eres un hombre de palabra. ¿O ya no lo eres?
Él se quedó en silencio, incómodo, cruzando los brazos.
—¿Y si no quiero? —preguntó, alzando la vista con arrogancia. Pero su tía ya lo conocía demasiado. Esa expresión era su escudo.
—Entonces perderás la oportunidad de conocer a la única persona que quizás podría cambiar tu vida. Y eso, hijo mío, sería más que un error… sería una lástima.
El silencio entre ambos fue largo. El camarero llegó con los platos, interrumpiendo esa pausa cargada de tensión. Victoria le dio las gracias, tomó los cubiertos con calma y antes de dar el primer bocado, lanzó su última frase:
—Se verán esta semana. Le he pedido que acepte venir a cenar a la casa. No le digas que no, Marcos. Esta vez… no te lo estoy pidiendo. Te lo estoy diciendo.
Y con eso, comenzó a comer con la misma elegancia de siempre, mientras Marcos la observaba en silencio, sintiendo que el pasado que tanto había querido enterrar estaba, finalmente, llamando a su puerta.
Minutos después, ya dentro de su lujoso auto negro, con los vidrios polarizados y el aire acondicionado soplando con suavidad, Marcos D’Alessio se quedó inmóvil frente al volante. Afuera, el mundo seguía girando: autos pasaban, los bocinazos lejanos de la ciudad bullían, la gente iba y venía con prisa… pero él no. Él estaba suspendido en un instante que parecía tragárselo todo.
Apoyó la cabeza contra el respaldo de cuero, cerró los ojos y soltó el aire con fuerza. Su mandíbula se tensó. El pecho le dolía.
Tenía veintiséis años cuando firmó aquel contrato. No fue por amor, ni por deseo, ni siquiera por una decisión personal. Fue una presión disfrazada de deber.
Firmó sin haber visto nunca el rostro de la mujer que sería su esposa. Sin saber su nombre, su carácter, sus sueños. No le importaba.
Pero nunca quiso casarse. Nunca quiso compartir su apellido, su herencia, ni siquiera su sombra con alguien impuesto por un pacto entre adultos que ya no existían.
Y ahora, esa mujer había regresado. De pronto. Silenciosamente.
¿Quién era? ¿Cómo era? ¿Qué quería de él?
La sola idea de conocerla lo revolvía por dentro. Porque ella era la encarnación de todo lo que odió de aquel momento. La representación viva de una decisión que nunca sintió como suya. Una cicatriz abierta.
—Maldita sea… —susurró con los dientes apretados, y golpeó el volante con la palma de la mano.
La rabia se mezclaba con algo peor: una punzada de incertidumbre. ¿Y si ella no era como imaginó? ¿Y si conocerla alteraba todo?
Sacudió la cabeza. No. No quería nada con esa mujer. Ni cariño, ni alianza, ni pasado en común. Ella podía haber regresado, pero eso no significaba que tendría un lugar en su vida.
Apretó el volante con fuerza. La respiración se le aceleró.
Arrancó el coche con brusquedad, y aceleró como si pudiera dejar atrás el peso de su nombre, de su herencia, de su apellido y del pacto que había firmado.
Pero ni el rugido del motor, ni la velocidad, ni el asfalto zumbando bajo las ruedas fueron suficientes para callar la verdad que ahora comenzaba a despertarse:
había vivido todos estos años compartiendo un apellido... pero vacío por dentro.
Y por primera vez, el contrato que firmó por obligación…
empezaba a parecer una condena que él mismo selló.
Los días transcurrieron con una cadencia tensa, como si cada minuto se estirara de manera interminable dentro de la Mansión Echeverría. Victoria había dado órdenes precisas: que todo estuviera listo, que cada rincón brillara, que el ambiente hablara por sí solo.
Y así fue.
Esa noche, la mansión parecía sacada de una postal de revista de alta sociedad. La fachada resplandecía bajo las luces tenues del jardín, las fuentes cantaban un murmullo elegante y los ventanales reflejaban el interior decorado con una sobriedad exquisita: flores blancas frescas, candelabros antiguos y una mesa de roble pulido perfectamente dispuesta con vajilla de porcelana francesa.
En el gran comedor, Victoria se detuvo junto al ventanal. Su porte, firme como siempre, se suavizaba apenas por una expresión serena. Vestía un conjunto azul oscuro, sobrio pero distinguido, con un broche de esmeralda en la solapa izquierda. A su lado, Isabella Romano.
—¿Estás nerviosa? —preguntó Victoria sin apartar la vista de la entrada principal.
—No —dijo Isabella, aunque su respiración traicionaba el leve temblor de su interior.
Y sin embargo, se veía deslumbrante.
Llevaba un vestido de seda color vino profundo que resaltaba su piel clara. Su cabello castaño, recogido en un moño elegante, dejaba al descubierto su cuello y una gargantilla discreta de diamantes. Un maquillaje sutil acentuaba sus facciones finas y esa mirada serena que pocas veces mostraba lo que realmente pensaba.
Victoria la miró de reojo y asintió, satisfecha.
—Estás perfecta.
—¿Cree que vendrá? —preguntó Isabella, aunque ya conocía la respuesta.
—Vendrá. Puede llegar molesto, frío, incluso tarde… pero vendrá. Marcos honra los compromisos. Aunque le cuesten el alma —dijo Victoria con la voz baja, casi como un eco entre las paredes.