NAHIA
Abro los ojos en un silencio espeso.
El tipo de silencio que se adhiere a la piel. Que resuena en la caja torácica como un grito que no se ha osado emitir.
Todo es borroso, indistinto.
La luz es pálida, lívida, ajena. El alba sin calor de una mañana que no promete nada, salvo el inevitable regreso a mí misma.
Estoy tumbada, siempre desnuda y húmeda.
Su piel contra la mía.
Su mano, apoyada en mi cadera, pesada, ardiente, posesiva incluso en el sueño.
Su aliento, regular, pacífico, roza mi nuca a intervalos precisos, como un cruel recordatorio de lo que ha sucedido.
De lo que he permitido.
Y sin embargo, todo grita dentro de mí.
Mi piel, mis músculos, mi aliento.
Todo me suplica que me vaya. Ahora. De inmediato. Antes de que abra los ojos.
Antes de que me ate de nuevo, no con cadenas. Con su mirada.
Me desapego, centímetro a centímetro.
Su brazo resbala, cae contra el colchón en un suspiro de tela arrugada.
No se despierta, no aún, afortunadamente para mí.
Me siento al borde de la