Cuando Mauro Castaño aparece muerto, Emilia no solo pierde a su esposo… descubre que nunca lo conoció. En su lujosa casa de apariencia impecable, comienza a emerger una verdad oculta entre carpetas secretas, cuentas en paraísos fiscales y silencios cargados de traición. De la noche a la mañana, Emilia deja de ser la esposa devota y se convierte en el centro de una red mafiosa que la quiere callar, controlar… o matar. Pero no está dispuesta a huir. Mientras la ciudad arde con escándalos políticos, atentados y verdades a medias, Emilia se alía con Iván, un agente del que debería desconfiar… pero que desea con una intensidad peligrosa. Juntos se adentran en un mundo donde el placer es arma, la información es poder y el amor… puede ser una trampa letal. Lujuria, poder y venganza es una novela cargada de erotismo, suspenso y giros inesperados. Una mujer marcada por el dolor que decide tomar las riendas de su historia, cueste lo que cueste. Porque cuando te han arrebatado todo, el deseo se convierte en fuego… y la venganza, en salvación.
Ler maisLa lluvia caía con una precisión cruel sobre los ventanales de la iglesia San Joaquín. Afuera, las calles de la ciudad parecían vestirse de luto junto a Emilia Rivas de Castaño, quien permanecía sentada en la primera fila del templo, completamente inmóvil, como una escultura esculpida en duelo. Vestía de negro, desde el sombrero de ala estrecha hasta los tacones que apenas tocaban el suelo. Un velo fino cubría su rostro, y su cuerpo, aunque erguido, parecía a punto de desmoronarse.
Frente a ella, el ataúd barnizado en tonos oscuros reposaba entre flores blancas y orquídeas azules, rodeado de coronas que hablaban más del poder que del amor. Mauro Castaño, su esposo, era enterrado con honores reservados para los hombres importantes. Empresarios, políticos, jefes militares. Todos estaban ahí. Pero ninguno lloraba de verdad. Había algo artificial en la forma en que cruzaban los brazos, en los murmullos, en las miradas que se lanzaban unos a otros. Emilia, aún en shock, comenzaba a percibir que no estaba en medio de una ceremonia fúnebre, sino en una escena cuidadosamente coreografiada. Julián, su hijo, se sentó a su lado con los ojos irritados por las lágrimas. Su voz apenas fue un susurro: —No llores más, mami… Emilia le acarició el cabello sin mirarlo. No podía responder. No sabía cómo explicarle que el llanto no era por la pérdida de un hombre que amaba, sino por el abismo que ahora se abría bajo sus pies. Porque ya lo intuía: nada era lo que parecía. La muerte de Mauro no había sido un accidente. Y esa misa, esas flores, esos hombres de trajes oscuros… eran solo la superficie de algo mucho más turbio. Entonces lo sintió. Una mirada. Firme. Directa. Inesperada. La sintió antes de siquiera girar el rostro. Allí, al final del pasillo lateral, estaba él. Un hombre alto, de piel trigueña, mandíbula marcada y una chaqueta de cuero negro que no se molestaba en quitarse a pesar del bochorno. Llevaba gafas oscuras, y su expresión era la de alguien que observa sin ser observado. Se llamaba Iván Guerrero, aunque en los registros oficiales figuraba como Tomás León. Agente encubierto del Cuerpo Especial de Investigación Criminal. Había investigado a Mauro por años. Lo había seguido, grabado, estudiado. Pero no llegó a tiempo para detener su muerte. Y ahora su misión había cambiado: debía acercarse a la viuda. El sacerdote hablaba de redención, de paz eterna, de perdón divino. Pero Emilia apenas lo oía. En su cabeza, las palabras rebotaban como piedras contra cristal. Su estómago era un nudo seco. Su piel, tensa. Había comenzado a ver gestos, señales. Las miradas de Esteban, su cuñado, eran más una advertencia que una condolencia. Samuel, el hermano menor, evitaba cruzarse con ella. Y la matriarca, Eloísa Restrepo, ni siquiera se había molestado en fingir dolor. Cuando el ataúd fue bajado a tierra, Emilia sintió un estremecimiento que no venía del frío ni del luto. Era miedo. Miedo real. El tipo de temor que se instala en la sangre, que agudiza los sentidos. En ese momento, comprendió que estaba sola. Que el apellido Castaño ya no la protegía, sino que la condenaba. Al salir del cementerio, la prensa la aguardaba como buitres bien vestidos. Micrófonos, flashes, preguntas absurdas: —¿Sabía usted algo de los negocios de su esposo? —¿Cree que fue un ajuste de cuentas? —¿La familia Castaño tiene vínculos con el narcotráfico? Iván los apartó con firmeza sin necesidad de levantar la voz. Lo hizo con el cuerpo, con su presencia. Como si supiera cómo hacerse respetar sin declararlo. Se acercó a ella y, sin pedir permiso, le ofreció el brazo. Emilia lo aceptó, sin saber por qué. —¿Quién es usted? —preguntó en voz baja. —Un amigo de su esposo —dijo, con una voz profunda, grave, que parecía más una caricia que una respuesta—. Y quizá, el único que puede ayudarla a entender qué está ocurriendo. Ella lo miró por primera vez sin el velo. Y en ese segundo algo se quebró dentro de ella. Un calor súbito, un reconocimiento primitivo. No era atracción. No todavía. Era algo más instintivo. Un tipo de conexión que se aloja entre las costillas y resiste las explicaciones. Esa noche, al llegar a casa, Emilia se desvistió sola. Sin criadas. Sin ruido. Abrió el cajón del armario donde Mauro guardaba sus relojes caros y encontró, sin buscarlo, un sobre manila con su nombre escrito a mano. "Si estás leyendo esto, es porque no volví. No confíes en Esteban. Cuida a Julián. No dejes que te arrastren con ellos." Su piel se erizó. Y, por primera vez desde que lo enterraron, supo que la muerte de Mauro no era el final de nada. Era el principio de su propia historia.Las paredes grises del centro de reclusión femenina olían a humedad, lejía y resignación. Emilia las recorrió sin titubear. No llevaba maquillaje, ni ropa llamativa. Jeans, chaqueta de cuero, botas negras. Nada que pudiera delatar lo que llevaba por dentro: rabia contenida, miedo en forma de cuchilla y un nuevo vértigo que se parecía demasiado al poder.Clarabella estaba al otro lado del vidrio de seguridad. Pelo recogido a la fuerza, sin aretes, con un uniforme beige que le quitaba toda coquetería. Pero no había perdido la lengua ni la arrogancia.—¿Viniste a ver si lloro? —preguntó con una sonrisa burlona.—Vine a escuchar cómo caes —dijo Emilia, sentándose frente a ella.Clarabella soltó una risita seca.—¿Tú crees que esto comenzó con Mauro? ¿Crees que él era el dueño de todo? Por Dios, niña… Mauro era una ficha. Un capricho bien vestido. Las verdaderas decisiones se tomaban por encima de él. Muy por encima.—¿Y tú trabajabas para quién? ¿Esteban?—Esteban es un imbécil manipulabl
El comedor de la casa Castaño Montes había sido escenario de muchas cenas forzadas, sonrisas diplomáticas y brindis que ocultaban cuchillos. Pero esa noche, Emilia no se escondía. Había mandado a preparar una cena formal. Había convocado a todos los miembros de la familia con una excusa sencilla: “Lectura complementaria del testamento.”Esteban llegó primero, con su traje perfecto y su cinismo intacto.—¿Reuniones familiares otra vez? Pensé que ya nos habíamos despedido de los teatros.—Y sin embargo, aquí estás —dijo Emilia, sirviéndose vino.La sala se fue llenando: Eloísa, la madre de Mauro y Esteban, que se mantenía elegante y fría, como un mueble antiguo. Clarabella, la prima lejana que siempre parecía saber más de lo que decía. Dora, firme al lado de Julián, quien se sentó cabizbajo pero presente. Tenía ojeras, pero los ojos abiertos y atentos. A Emilia le bastó una mirada para saber: él recordaba algo.Cuando todos estuvieron sentados, Emilia pidió silencio.—Antes de cenar, qu
El día después del secuestro de Julián, Emilia amaneció con el alma hecha trizas y una rabia distinta latiendo en la sangre. La maternidad se le había convertido en armadura. El miedo, en cuchillo.A las diez de la mañana, una carta sin remitente fue deslizada por debajo de la puerta. Papel grueso. Tinta negra. Un nombre escrito en letra firme: Nicolás Valbuena.Abajo, solo una línea:“Tu esposo me traicionó. Pero también lo traicionaron a él. Nos vemos hoy. Café Los Robles. Dos de la tarde. Lleva la carpeta.”Emilia dudó solo un segundo. Luego subió al cuarto, sacó la carpeta secreta con el nombre EMILIA en mayúsculas, y la metió en un bolso de cuero. Se vistió con jeans oscuros, botas planas y una blusa negra. En los labios, nada. En los ojos, fuego.Café Los Robles era un sitio viejo, con olor a madera y café recalentado. Las cortinas a medio cerrar mantenían el lugar en una penumbra acogedora. Emilia llegó puntual.Él ya estaba allí.Nicolás Valbuena.Cincuenta y tantos. Delgado,
El día amaneció caluroso, como si el cielo hubiera olvidado llover. Emilia tenía los ojos rojos de no dormir, pero su mente seguía encendida. En la pantalla de su computador, los datos del fondo suizo comenzaban a tomar forma: transferencias millonarias a nombres ficticios, vínculos con ONG falsas, cuentas trianguladas en Islas Caimán. Todo firmado por una figura repetida una y otra vez: E.C.Esteban Castaño.El mismo que, durante años, le había pasado servilmente las copas a Mauro en las fiestas familiares. El mismo que ahora sonreía desde la punta de la mesa como si nada. El mismo que probablemente sabía que Mauro moriría antes de poder traicionarlo.Pero no fue el fondo lo que rompió el día.Fue una llamada.Emilia la recibió a las once y catorce. Un número desconocido. Voz masculina. Fría. Sin presentación.—Tu hijo no está en el colegio.—¿Qué?—Te creíste muy lista. Él paga. Tú decides cuánto.Y colgó.Emilia se quedó con el teléfono pegado al oído, sin escuchar nada más que su
La noche pasó en vela.Iván nunca llegó, pero tampoco volvió a escribir. Emilia se quedó sentada en el borde de la cama, con una pistola que no sabía disparar sobre el regazo y la piel en alerta. No por miedo, sino por algo más oscuro: la sospecha de que alguien, desde adentro, estaba jugando con su tiempo, con sus pasos, con su cabeza.Al amanecer, bajó a la cocina. Dora preparaba café sin hablar, con el rostro más pálido de lo habitual. En la mesa había una carta abierta, traída por un mensajero en la madrugada.—¿Quién la recibió? —preguntó Emilia, con el pulso tenso.—Julián… Se asustó. Dijo que había un hombre afuera, que no lo miraba. Solo esperaba.La carta tenía una caligrafía precisa, seca.“La fundación era suya. Usted puede quedarse con la herencia. Pero no toque los fondos. No le gustará lo que encontrará.”No había firma. Solo un símbolo dibujado con tinta negra: una mariposa con las alas rotas.Emilia se sentó lentamente. No dijo nada. No maldijo. No lloró.Solo pensó: M
La mañana se coló sin permiso por las cortinas entreabiertas, y la luz pálida encontró a Emilia aún desnuda, envuelta en las sábanas revueltas que olían a sexo, sudor y deseo cumplido. Iván dormía boca arriba, con un brazo extendido hacia el vacío donde minutos antes había estado ella. Su respiración era pausada, su cuerpo relajado, pero su mano izquierda todavía conservaba la tensión de quien había poseído algo con fuerza.Emilia se vistió en silencio, sin prisa. Observó sus propios muslos marcados con los dedos de él, la línea tenue de mordidas en su clavícula, la humedad aún tibia entre sus piernas. No se sentía usada. Se sentía peligrosa.Mientras preparaba café, pensó en cómo los silencios también podían ser respuestas. Porque esa noche no le había preguntado nada a Iván. No sobre su pasado. No sobre su misión. Y él, en agradecimiento o complicidad, tampoco la interrogó. Se entregaron como fugitivos del lenguaje. Como dos que sabían que el cuerpo a veces es el único lugar seguro.
Último capítulo