NAHIA
Me detengo frente a la puerta del ascensor, con la respiración entrecortada, el corazón siempre al borde de la explosión.
El vestíbulo está vacío. El silencio es más opresivo que en la habitación.
Permanezco allí un segundo, con la espalda contra la pared helada, los ojos cerrados.
No he huido, me digo.
He sobrevivido.
Pero mis manos aún tiemblan.
Me agacho para recoger mi ropa interior y es ahí cuando lo siento.
Un pellizco. Una tensión. Una quemazón difusa entre mis muslos.
Hago una mueca. Discretamente.
Pero ahí está.
Él está ahí.
De nuevo.
Mi cuerpo me lo recuerda en cada movimiento.
Estoy entumecida, arrugada, lenta.
Me visto lo mejor que puedo en el pasillo desierto, donde la moqueta ahoga los ruidos pero no la vergüenza.
Mi braga se adhiere a mi piel.
Mi sujetador cruje contra mis omóplatos adoloridos.
Y mi vestido... mi vestido me aprieta como un cruel recordatorio de lo que él ha hecho de ella.
De lo que ha hecho de mí.
Me agarro a la pared para ponerme los zapatos.
Tit