NAHIA
La puerta del apartamento se cierra detrás de mí con un golpe sordo que resuena como un eco vacío, un ruido seco en el fondo de una concha hueca. El pasillo exhala un perfume estancado de humedad, pintura descascarada y restos de cocina. El barrio, por su parte, se desmorona como un cuerpo abandonado. Las paredes agrietadas cuentan la fatiga de los años, y el suelo del rellano se agrieta en algunos lugares, testigo silencioso de todos los pasos que lo han desgastado. Por la ventana, se vislumbran las fachadas grises de edificios en ruinas, cuyos balcones ceden bajo hilos de ropa que parecen nunca secarse. Más abajo, el murmullo ahogado de los scooters y los cláxones se mezcla con el aliento espeso de una noche húmeda.
Me obligo a inspirar profundamente, como para convencerme de que es aquí, en mi casa, donde encuentro un atisbo de aire. Aquí, al menos, no flota ese olor metálico y soso de los hospitales, esa mezcla de desinfectante y sábanas demasiado blancas, ni ese perfume cru