NAHIA
La habitación huele a lavanda marchita.
No esa que se enciende para calmar, no. Esa que se queda en los cajones cerrados desde hace años, empapada de olvido. Esa que apenas cubre el olor de los medicamentos, de la piel demasiado pálida, de la vida que se deshilacha.
Empujo la puerta. Lentamente. Como si tuviera miedo de despertarla. O de enfrentar lo que se ha convertido.
Ella está allí, sentada en su silla. La espalda ligeramente encorvada. Las manos sobre los reposabrazos. La mirada vacía. Fijada en un exterior que ya no ve.
Y yo, entro como cada vez. Con la máscara bien puesta. La de la chica fuerte. De la chica que nunca tiene dolor.
— Hola, mamá.
Ella gira la cabeza, muy lentamente. Sus ojos, nublados por un pasado brumoso, buscan mi rostro. Veo ese momento en el que no sabe. En el que duda. En el que no reconoce a quien llevó en su vientre.
Luego, una chispa, débil, fugaz.
— ¿Nahia?
Asiento con la cabeza. Sonrío. Una sonrisa que me arranca un poco de piel.
Me acerco. Tomo