Katia Vega, una joven inocente y optimista que se ve obligada a contraer matrimonio con Marcos Saavedra, un magnate bancario, posesivo y malhumorado. El día su boda, él la deja sola en cuanto recibe la llamada de su ex, una hermosa y sensual actriz llamada Stella. Cuando Katia está a punto de huir, cansada de las humillaciones y críticas de los invitados, es detenida por una suave manita que se aferra a la suya, brindándole calor a su corazón, conociendo por fin a la dulce Emilia, la hija de Marcos y Stella. La situación se complicará cuando Katia descubra el verdadero vínculo que comparte con la pequeña Emilia, a quien ha cuidado y querido como a su propia hija. Entenderá que la sangre tiene su propia voz y es un lazo que conecta los destinos de quienes la comparten.
Leer másKATIA VEGA
Mi teléfono comenzó a vibrar sobre la mesa, recorriéndose lentamente hacia la orilla. Me acerqué corriendo, evitando que se fuera a caer. Cuando vi quien llamaba, mi estómago se revolvió y la hiel subió por mi esófago.
Pegué el aparato a mi oído y, antes de que pudiera abrir la boca, lo escuché taladrando mis oídos con su hostilidad: —¡Katia! ¡¿Estás jodida de la cabeza?! —gritó furioso, su voz gruesa y profunda resonó causando eco en mi cerebro—. ¡¿Quieres matar a mi hija?! ¡¿Eso es lo que quieres?!
Los ojos se me llenaron de lágrimas, no por el regaño, no por su voz demandante y sus acusaciones, sino por la preocupación. ¿Qué le había pasado a la niña y por qué era mi culpa?
—¡Te quiero en el hospital general a la voz de ya! Sé perfectamente cuanto tiempo te haces de la casa hasta acá, tárdate un segundo más y te juro que te arrepentirás. —Colgó el teléfono y pude imaginar que incluso lo había azotado contra el piso.
Me quedé por un segundo pasmada, con el celular aún contra la oreja. No me había dado cuenta de que mis uñas se habían encajado en la palma de mi mano al apretar tanto el puño. Sacarlas de mi carne fue un estímulo doloroso que me hizo despertar. ¡Tenía que salir de inmediato!
•••
Llegué al hospital corriendo, la recepcionista parecía haberme estado esperando, pues de inmediato me dio referencias para encontrar a mi esposo, el «encantador» hombre con el que había hablado hacía un momento. Conforme me acercaba a la pequeña sala de espera, lo pude identificar, era tan alto que sobresalía de los demás, por lo menos por una cabeza. Sus cabellos negros como el carbón y un par de ojos verde turquesa adornaban su rostro varonil, pero de trazos finos y rectos. Era un hombre atractivo y lo sería más si no tuviera siempre el ceño y la boca fruncida. Era el hombre que no sabía sonreír.
A su alrededor pude identificar a la directora del colegio, así como un par de maestros, todos aterrados y en silencio, con la mirada clavada en el piso y sin emitir ni un solo sonido. Era entendible, Marcos Saavedra tenía el poder necesario para cerrar el colegio con un chasquido de sus dedos.
Caminé directo hacia él y cuando el ruido de mis tacones llamó su atención, ni siquiera pude preguntar qué era lo que pasaba, recibí una bofetada tan fuerte que terminé en el piso. Todo el mundo había girado, los oídos me zumbaban y cubrí mi mejilla sintiendo el calor y la inflamación apoderarse de ella.
Levanté la mirada hacia él, quien no tenía intenciones de ayudarme a levantar, por el contrario, su rostro estaba cargado de repulsión y odio. Nada nuevo.
La directora, con cautela y sin separar la mirada de Marcos, me ayudó a levantar y fue la única con intenciones de explicarme lo que ocurría: —Señora Saavedra…
—Su apellido es Vega —corrigió Marcos entornando los ojos.
—Señora… Vega, Emilia se puso muy mal después del almuerzo. Su cara se volvió azul, tosía con fuerza, pero no tenía nada en la garganta. En la enfermería de la escuela dedujeron que era un problema alérgico y la trajimos de inmediato a urgencias —dijo la mujer sumamente apenada y sentí como el color desapareció de mi rostro.
Hoy era el primer día de escuela de Emilia. Toda la noche la habíamos pasado arreglando sus útiles, estaba tan feliz por la mochila nueva que su papá le había comprado. La dejé en la puerta de su salón y me llenó de orgullo y alegría verla saludando a sus nuevos compañeros y tomando asiento. Era una niña encantadora, todo lo contrario a su padre, siempre tenía una sonrisa y una mirada cargada de amor para cualquiera que se acercara.
Era mi error, cerré los ojos, lamentándome, pues tuve que decirle a la maestra que la niña era alérgica al maní. No lo pensé, no me acordé y ahora mi pequeña Emilia estaba sufriendo. ¡¿Qué hice?! ¡¿Cómo se me pudo olvidar algo tan importante?!
Por primera vez podía justificar la furia de Marcos y me acerqué como perro con la cola entre las patas. —Marcos, lo siento… yo… —No sabía qué decir para disculparme. Me sentía tan mal.
Su mirada me congeló y solo me hizo sentir peor. Estaba furioso y por primera vez en mucho tiempo, le daba la razón. Me tomó con fuerza del brazo y me acercó a él. Con su mano libre envolvió mi mandíbula, obligándome a levantar el rostro.
—Si algo le pasa a Emilia, si tu error le arranca la vida, si la pierdo por tu m*****a culpa, te juro que te enterraré con ella —siseó conteniendo sus ganas de ahorcarme.
EMILIA VEGA—Era de mi abuela… —contestó Antonio con una sonrisa de medio lado—. Lo robé antes de huir de casa. Antes de ser declarado un maldito loco enfermo, me dijeron que ese anillo tenía que terminar en el dedo de la mujer correcta. »Supongo que siempre supe que tú eras la correcta, de una u otra manera. —Entonces tomó mi mano y lo puso sobre mi palma—, pero aún no es el momento. —¿Te quedarás? —pregunté con el corazón latiéndome en la cabeza. Tomó mi rostro entre sus manos y pegó su frente a la mía. Tenerlo tan cerca me estaba… afectando. No era el mismo sentimiento que siempre me embargaba cuando era niña, era diferente, era… más fuerte. De pronto era como si me sintiera incapaz de vivir sin él. Si se volvía a ir, me moriría de dolor. —¿Estás consciente de lo que me estás pidiendo, Emilia? —preguntó torturado.—Sí… Aceptaré cualquier riesgo —contesté aferrándome a su abrigo.—A tu familia no les agradará cuando se enteren… —agregó con media sonrisa. —No me importa… —respon
EMILIA VEGAPegué las hojas a mi pecho y no pude aguantar mi llanto. Abrí de nuevo la carta para releer como si fuera un acto masoquista que no podía detener. —Antonio… no quiero ningún regalo, solo… quisiera una última oportunidad para verte, para abrazarte. ¡Dios! ¡Te extraño tanto que duele! —dije luchando con el nudo en mi garganta mientras acariciaba su firma, entonces… me di cuenta, la tinta estaba fresca. Pasé de la tristeza a la ansiedad. Una sola pregunta se formulaba en mi cabeza, pero no me atrevía a decirla en voz alta. Inspeccioné más de cerca notando que cada palabra estaba recién escrita. Entonces escuché un taconeo suave, cuando volteé vi una sombra pasar, se dirigía a la puerta trasera. Dejé todo sobre la mesa y salí corriendo detrás, pero cuando se perdió de mi vista, me sentí perdida. Era como si la casa estuviera viva y llena de fantasmas. Intenté calmar mi corazón y cuando estaba a punto de regresar al interior, de nuevo esa sombra apareció por el rabillo de m
EMILIA VEGAMe senté detrás de mi escritorio y pasé las manos lentamente hacia las esquinas. Era mi consultorio y empezaba mi vida como doctora después de tantos años de estudio y esfuerzos. Esto no solo era motivo de orgullo para mí, mis padres estaban tan felices por mis logros como yo.Aunque todo era armonía y éxito, siempre llegaba un momento del día donde mi sonrisa se disolvía y Antonio era el motivo. Después de tanto tiempo, de tantos años, lo seguía extrañando. No sé si… lo vi como un padre más o mi corazón de niña se enamoró de su dulzura y carisma, lo único que sabía es que… en todo lo que llevaba de vida, él era mi mejor amigo por excelencia, aunque ya no estuviera conmigo, y no había manera de que alguien más tomara su lugar. Me recliné sobre mi asiento y tomé la cadena que sostenía sobre mi pecho el anillo que me dio. Le di un par de vueltas entre mis dedos. Recordé que era el anillo que se ponía en el meñique y siempre que estaba ansioso lo hacía girar sobre su dedo. C
LISA GALINDOEl día había llegado y las noticias avisaban de la gran boda del artista Alex Hart, como si fuera la historia de la Cenicienta. La simple y boba reportera logrando su sueño de casarse con el acaudalado y atractivo artista. Esto era más grande de lo que alguna vez soñé y más dulce de lo que esperaba. No dejé de verme ante el espejo, sorprendida de verme de blanco. —¿Estás lista? —preguntó Katia asomada a la puerta, viéndome con ternura—. Solo faltas tú. Sonreí con el corazón explotando dentro del pecho y estreché su mano estirada hacia mí. Juntas salimos de la habitación y en las escaleras nos encontramos con Rosa, quien cargaba a Rebeca entre sus brazos, luciendo un lindo ropón color rosa; a su lado esperaba también Emilia, mi pequeña señorita, con esos ojos tan azules que reflejaban su dulzura. —¡Te ves hermosa, mami! —exclamó emocionada y se acercó buscando un abrazo, pero se detuvo, temiendo arruinar mi vestido. —¿Te gusta como me veo? —pregunté girando para ella.
ROSA MARTÍNEZSu piel se sentía caliente y mi cuerpo se contorsionaba sin que pudiera controlarlo. Sentí su lengua retorciéndose en mi feminidad, haciendo que mi espalda se arqueara y mis muslos se abrieran aún más. Sus manos se aferraron a mis caderas, como si deseara que se estuvieran quietas durante mi tortura, pero al mismo tiempo siguiendo el lento vaivén con su lengua. Cerré mis ojos y me aferré con ambas manos a la almohada mientras sus besos se volvían más hambrientos e insistentes entre mis muslos, así como mis gemidos comenzaban a desgarrar mi garganta. Jalé aire al sentir que me ahogaba y la tortura terminó. Entre jadeos por fin lo vi delante de mí, apoyado sobre sus rodillas, recorriendo sus labios con sus dedos, recogiendo lo que su lengua no era capaz de alcanzar, mientras su mirada se volvía más oscura y lasciva. —Sabes mejor de lo que imaginé… —ronroneo mientras se acomodaba sobre mí y acariciaba con su nariz mi piel conforme me olisqueaba—, pero parece que entre más
ROSA MARTÍNEZHéctor me tomó de la mano mientras sus ojos se paseaban fascinados por todo mi cuerpo. Me dio una vuelta para poder verme por completo antes de recibirme entre sus brazos. —Te ves preciosa… —dijo sin soltarme.—Y tú muy guapo y elegante —contesté con una gran sonrisa, rodeando su cuello y frotando mi nariz con la suya. —¿Lista para volverte mi mujer para toda la vida? —preguntó pegando su frente a la mía. —Lo he sido desde hace ya tiempo… Esto solo es una mera formalidad —contesté con una gran sonrisa antes de besarlo. —¡Niña! ¡Aún no! —susurró mi abuela haciéndonos sonreír. —Compórtate por favor, cachorra latosa —recriminó Héctor como víctima, acomodándose frente al altar, sin soltar mi mano. —Déjame en paz, perro —contesté y apreté su mano. —Queridos hermanos… —comenzó a hablar el padre y yo estaba desesperada por pasar a la parte del «sí, acepto». Empezaba una nueva vida para ambos, llena de incertidumbre, pues la familia de Héctor le había dado la espalda por
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