Capítulo 3 — Adrián, quiero el divorcio

La cara de Adrián se puso roja de ira en cuestión de segundos. Se acercó a Gabriela y le sujetó el brazo con fuerza.

—¡No digas tonterías! Ese día yo solo...

—¿Solo qué? —lo interrumpió Gabriela, con los ojos llenos de ira y tristeza, como si mirara a un desconocido—. ¿Te atreves a decir que no mentiste? ¿Afirmarías que la muerte de Gabriel no tiene nada que ver con que recortaras costos donde no debías ni con que te ausentaras justo cuando más necesitaban tu supervisión?

Adrián desvió la mirada por un instante y luego la soltó con violencia.

El maletín cayó al suelo, y los informes falsificados se esparcieron por todas partes.

—¡Basta! No vuelvas a mencionar el nombre de Gabriel, nunca más —gritó, con los ojos brillando de ira y de pánico—. Este proyecto lo haces conmigo o te vas. ¡Recuerda que en el informe está tu firma! Si te niegas, los dos nos arruinamos.

Gabriela bajó la mirada hacia los papeles desparramados en el suelo, y luego volvió a observar a Adrián.

Su rostro estaba deformado por la ira y la desesperación, y por un instante se sintió como si estuviera frente a un extraño.

Recordó cuando se casaron: Adrián la acompañaba a recolectar muestras en el campo, le preparaba leche caliente cuando ella trabajaba hasta tarde en los informes, y le decía a Gabriel, con ternura:

—Cuando crezcas, sé como mamá: una geóloga honesta, que respeta la tierra y la vida de los demás.

Pero ese hombre había desaparecido. Se había quedado sepultado en las ruinas del túnel, junto con el recuerdo de Gabriel.

Gabriela se agachó, recogió el informe original que había copiado la noche anterior —el que tenía sus anotaciones en lápiz, con los datos reales— y lo abrazó contra su pecho.

—No voy a ayudarte a mentirle a nadie —dijo, con una voz suave pero firme—. Este informe, con los datos reales, se lo entregaré a los abogados de De la Vega. También mostraré las pruebas de que cancelaste la revisión de los andamios y mentiste sobre dónde estabas el día del accidente.

¿Quieres ganar dinero con trampas? Hazlo solo. Pero no me involucres… y mucho menos pongas en riesgo la vida de los mineros.

Adrián miró el informe en sus manos como si intentara atravesarlo con la mirada.

—¿Te atreves?

—¿Qué tengo que perder? —Gabriela alzó la cabeza, y en sus ojos no quedaba ni rastro de miedo ni de duda—. Ya perdí a mi hijo. No pienso perder también mi dignidad como geóloga. Y mucho menos permitir que vuelva a ocurrir lo mismo que con Gabriel.

Se giró hacia la puerta, caminó con pasos firmes y no volvió a mirar atrás.

La luz del pasillo era fría, pero para Gabriela resultaba más cálida que el aire acondicionado de aquella sala de reuniones.

Sabía que, desde ese momento, su camino y el de Adrián se habían separado para siempre. No había vuelta atrás.

Gabriela Rivas se bebió el último sorbo de jugo de naranja sin apenas saborearlo.

El sabor ácido le quemaba la garganta, pero no le importaba.

Agarró su maletín, comprobó que la laptop estaba dentro y se colgó la chaqueta del hombro.

El reloj marcaba las 6:30. Si salía ahora, llegaría a la mina antes que los demás.

Necesitaba encontrar los documentos originales del proyecto antes de que Adrián pudiera volver a falsificarlos.

Estaba a punto de abrir la puerta cuando escuchó el cerrojo girar.

El sonido metálico la hizo estremecer de frío.

Adrián Torres entró tambaleándose.

Llevaba la camisa arrugada, el cuello manchado, los botones desabrochados y el cabello revuelto.

Otra noche sin volver a casa. Gabriela no quería pensar dónde había estado, aunque la respuesta flotaba en el aire: un perfume exótico que no era el suyo.

Adrián la miró y sonrió con esa media sonrisa que ella tanto odiaba. Se inclinó para besarla, pero Gabriela se apartó bruscamente.

Él frunció el ceño, miró el maletín sobre la mesa y soltó una risa burlona.

—¿Tan temprano y con tanta prisa? ¿A llevarle una “sorpresa” a los abogados de De la Vega? —dijo, intentando agarrar el maletín.

Pero Gabriela se movió de lado, apretándolo contra su cuerpo como si fuera su última defensa.

—Hueles horrible —dijo, con voz fría como el hielo.

No quería saber de quién era el perfume ni de quién eran los mechones de cabello largo que veía en su ropa. Solo quería que ese hombre desapareciera de su vida.

Durante un año, había soportado su indiferencia, sus evasivas y hasta que se apropiara del mérito de su trabajo.

Pero ahora ya no le quedaba ni una gota de respeto.

Adrián se quedó sorprendido un segundo, luego soltó una carcajada amarga.

—Mejor que tú, claro. ¿Qué tienes tú? Solo olor a tierra, metal y... sudor. Mírate, Gabriela: una vieja que solo sabe llorar sobre la foto de su hijo. ¿Quién va a querer a alguien así?

Antes de que terminara de reír, Gabriela levantó la mano y le dio una bofetada tan fuerte que Adrián perdió el equilibrio y cayó al suelo.

Las yemas de sus dedos ardían, pero el dolor en el pecho era mil veces peor.

Odiaba su egoísmo, su cobardía y, más que nada, que usara la muerte de Gabriel como si fuera algo que se pudiera pisotear.

El aire se volvió denso, solo se oía la respiración agitada de Gabriela.

Adrián se levantó lentamente, se tocó la mejilla roja y sus ojos se llenaron de ira.

—¿Te atreves a pegarme?

—¿Y si sí? —respondió Gabriela, sin alzar la voz, pero con una determinación que no había tenido nunca—.

Adrián, quiero el divorcio.

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