Gabriela llegó puntual, a las ocho de la mañana, con un café en una mano, su computadora portátil colgando del hombro y una carpeta gruesa repleta de planes de trabajo bajo el brazo vendado. El aire fresco de la montaña le erizó la piel, pero no de frío, sino de emoción.
Era la primera vez en mucho tiempo que sentía algo parecido a ilusión. No se había sentido así desde… desde que su hijo falleció.
La ausencia de Adrián durante esa última semana había sido un alivio silencioso, aunque en el fondo, su silencio también le provocaba cierta inquietud. Él nunca se rendía sin hacer ruido.
La entrada a la mina De la Vega estaba más viva de lo que imaginaba: camiones, herramientas, obreros con cascos amarillos y naranjas, voces mezclándose en el aire. Gabriela sonrió. Aquello estaba lleno de vida, y por primera vez en años, sintió que la suya también podía estarlo.
Una joven de cabello oscuro, recogido en una coleta alta, se acercó a ella con paso decidido. Llevaba jeans, botas de trabajo y