El sol ya se inclinaba hacia el oeste cuando llegué a casa. El vendaje en mi hombro me apretaba con cada paso; el día había sido una sucesión de trámites, de caras largas y de promesas vacías. Solo deseaba una ducha caliente, una cena tibia y dejar que el silencio me envolviera como una manta. Soñaba con nada más que la simple paz de la noche.
Pero apenas crucé el umbral, algo no cuadró. Un alboroto explotaba desde el dormitorio principal: golpes sordos, cristales rompiéndose, voces elevadas en tonos que dolían. El corazón se me descompuso en el pecho, como si supiera ya qué clase de tormenta había entrado sin permiso.
Corrí por el pasillo, empujé la puerta y me quedé inmóvil. La habitación parecía el ojo de un huracán: cajones abiertos, frascos de perfume hechos añicos sobre la alfombra, fotos familiares esparcidas boca abajo como cartas perdidas. Mis cascos de minería estaban entre los pedazos de vidrio; mi ropa, colgada de las lámparas o arrugada sobre la cama, convertida en banderas de una batalla que no entendía.
En medio de ese desastre estaba Adrián. Su rostro estaba desencajado, la sangre le daba vida al blanco de los ojos que ahora parecían rojos; su cabello, un revoltijo; sus puños, cerrados con tanta fuerza que las venas saltaban. Me miró con una locura que reconocí y que me heló.
—¿Qué demonios hiciste? —exclamé, avanzando hacia él sin pensar—. ¿Estás completamente loco?
Él levantó la vista lentamente, como quien mira a un enemigo que le ha traicionado de formas peores que un disparo.
—¡Traidora! —escupió la palabra como quien lanza un dardo—. El proyecto de la mina era nuestro, Gabriela… ¡nuestro! ¿Y ahora me entero por una llamada de los abogados De la Vega que ya no estaré incluido? ¡Que tú serás la única representante!
La voz le rebotaba en las paredes como un martillo. Cada sílaba contenía la rabia de años guardados.
Sentí que mi pulso se aceleraba, pero mantuve la calma como si sujetara una cuerda que no debía soltar. Mi voz, cuando salió, fue firme y clara.
—Les dije la verdad, Adrián. Les conté quién canceló la revisión del túnel, quién falsificó los datos para sacar dinero mientras mi hijo moría allá abajo.
Un silencio cortó el aire. Vi cómo su mandíbula se apretaba hasta marcar la piel. Sus ojos recorrieron la habitación hasta clavarse en mí con una acusación que olía a desesperación.
—¡Eras mi esposa! —rugió, cruzando el cuarto en pasos violentos—. ¡Debiste estar de mi lado!
Me agarró del brazo vendado con fuerza. El dolor agudo me recorrió, como si la herida se abriera otra vez.
—Vas a llamar ahora mismo —gruñó—. Vas a decirles que yo sí voy a formar parte del proyecto, ¿entendiste?
El veneno de su tono quería obligarme. Yo, sin dudar, mientras sentía la piel arder bajo su mano, me zafé con más fuerza de la que esperaba sentir. El choque devolvió un retumbar en mis sienes; el hombro me ardió, pero no importaba.
Caminé hacia el armario y lo abrí de un golpe. Con manos que ya no temblaban, empecé a meter la ropa de Adrián en una maleta, sin mirar etiquetas ni color: cada prenda era un peso que me quitaba de encima. Él me observó, incrédulo, como si no comprendiera que sus actos habían construido el precipicio donde ahora estaba parado.
—¿Qué haces? —dijo, como si tuviera derecho a respuesta.
—Empaco tus cosas —respondí, sin dejar de moverme—. Te vas de esta casa.
Cuando terminé, arrastré la maleta hasta la ventana y la lancé al jardín con un golpe seco. El impacto resonó en la noche como un certificado de expulsión.
Lo enfrenté sin vacilar. —Quiero que salgas de mi casa. Ahora. O llamaré a la policía.
Por un momento, su rostro se transformó; la incredulidad le dio paso a una sombra que crecía. Se inclinó y recogió un sobre entre los papeles esparcidos en el suelo. Mis manos se cerraron hasta hacerme daño; la rabia subió como un río.
Sacó unos documentos, los desplegó y, sin apartar la mirada de la mía, tomó una pluma del bolsillo interior de su saco. Firmó con un trazo duro, decidido, como quien sella un destino.
—Ahí tienes —dijo, arrojándome los papeles como quien lanza un desafío—. Ya firmé el divorcio.
Mi respiración se volvió más corta. Los papeles temblaron en mis manos; las firmas eran la confirmación de una separación real, no solo de dormitorios.
Y aún tuvo fuerzas para añadir: —Y escúchame bien, Gabriela… —sus ojos se clavaron en los míos, oscuros y crispados—. Voy a destruirte. No voy a descansar hasta verte arruinada. Así como me echas ahora, así te haré caer.
La amenaza colgó del aire como el zumbido de una abeja oscura. Pero esta vez no me moví. No parpadeé. Sentí una claridad inédita: cada palabra suya era un intento de asustarme. Años me habían enseñado a sostener el miedo sin dejar que decidiera por mí.
Adrián recogió sus llaves del suelo, se colgó el saco al hombro con movimientos mecánicos y se dirigió a la puerta. Al salir, la cerró de un portazo que hizo temblar los vidrios. El estruendo fue la última nota de un concierto que yo ya había decidido terminar.
El silencio que quedó después fue denso; me dolían los oídos por la intensidad de la calma. Me quedé en medio del desastre, respirando con el pecho agitado, mirando los documentos en el suelo, firmados con trazos que antes me ataban y que ahora me liberaban.
Sentí que la adrenalina caía, reemplazada por una fatiga que pegaba a la piel. Dejé escapar el aire lentamente, como si con esa bocanada exhalara no solo el aliento sino años enteros de sumisión, de sentirme pequeña ante el poder de otro.
Al fin. El divorcio firmó lo que mi corazón había venido deseando desde hacía tiempo: la posibilidad de empezar de nuevo sin esa sombra al lado. La casa, todavía dañada, olía a polvo y a perfume roto, pero al mismo tiempo, en ese olor había un matiz distinto: esperanza.
Cerré los puños hasta que me dolieron y, luego, me permití un movimiento tierno: recogí una foto del suelo, la que mostraba a mi hijo sonriendo en el campamento de minería. La besé en silencio y la coloqué en la mesa, con cuidado.
La libertad era un golpe suave en mi pecho, un temblor, una promesa. No sería fácil: Adrián había jurado destruirme. Pero por primera vez no tuve miedo. Caminé hacia la ventana abierta y observé el jardín donde minutos antes había caído su maleta. La noche venía cargada de promesas y de peligro, pero también de posibilidades.
Respiré hondo y pensé en el futuro: en la mina que debía ser justa, en el nombre de mi hijo que merecía justicia, en la verdad que había contado y que ahora, por dolorosa que fuera, me liberaba. Cerré los ojos un instante y, cuando los abrí, la decisión ya estaba tomada.
Al fin me sentía libre del martirio que había sido su esposo. Y no permitiría que ningún hombre volviera a decidir por mí.