Durante años escuché su nombre como un mito: Ginevra Valentini, la arquitecta que lo tenía todo bajo control, implacable, inalcanzable. Yo, Leandro Alberti, apenas un aprendiz torpe en su estudio, no estaba preparado para enfrentar su perfección… hasta que un simple encuentro cambió todo. Cada mirada, cada gesto, cada risa inesperada me desarma y me hace cuestionar mi lugar en el mundo. En la oficina es intocable, estricta y exigente; fuera de ella, sorprendentemente humana y cercana. Y lo más peligroso: no cree en el amor, no quiere compromisos y jamás se ha dejado llevar por algo serio. Entre admiración, atracción y desafío, descubriré que acercarse a ella será la prueba más difícil de mi vida… y quizá, la más emocionante. Una historia de tensión, deseo y poder, donde la línea entre respeto y fascinación se vuelve peligrosamente delgada.
Leer másHabía escuchado su nombre durante años: Ginevra Valentini. En revistas, blogs especializados, redes profesionales… su reputación me precedía. Yo la había imaginado de mil maneras, y todas coincidían en una cosa: estricta, intocable, mayor. Una señora de unos cincuenta años, estirada, con un perfume que anunciara su presencia antes incluso de aparecer.
Ahora, caminando por el estudio, casi podía olerla… aunque la realidad no se acercaba en nada a lo que esperaba.
La secretaria me sonrió y me hizo un gesto hacia el despacho.
—Leandro, la señorita Valentini te espera en su oficina —dijo con ese aire de “hazlo bien o lárgate”.
Respiré hondo y crucé la puerta. Cada paso hacía que mi corazón diera un brinco. Todo estaba perfectamente alineado, limpio, iluminado por la luz de la mañana que se colaba por los ventanales. Cada maqueta, cada plano… perfecto. Como ella.
Y entonces la vi, detrás de su escritorio con una expresión que realmente no expresaba nada. Y no era la señora de cincuenta años que había imaginado. No. Era joven. Probablemente ni llegaba a los treinta. Cabello castaño oscuro, piel impecable, postura recta y natural, con esa elegancia que no necesita perfumes ni artificios para imponer autoridad. Y lo peor… ni siquiera me miró.
—Sí —dijo, sin levantar la cabeza de los planos—. Ponte al día. Este proyecto es mío. Tú solo asegúrate de no estorbar.
“Estorbar”, pensé. Bien. Perfecto. Eso me dejaba claro que no iba a ser fácil. Que ella era la dueña absoluta de todo. Y que yo estaba exactamente en el lugar que imaginaba: al pie de la montaña, con la tarea de escalarla sin tropezar.
Intenté concentrarme en los planos que me tendía, pero no podía evitar robar miradas de reojo. Dios, era increíble. Perfecta, y joven… y totalmente fuera de mi expectativa mental. Cada detalle de su manera de moverse, de tomar notas, de hablar sin mirar… dejaba claro que el respeto no se pedía: se imponía.
Respiré hondo y me obligué a sonreír por dentro. Terreno nuevo, rol inferior, autoridad aplastante… y aun así, de algún modo, la idea de aprender de ella me emocionaba. Sí, eso estaba claro: esto no iba a ser aburrido. Ni un poco.
El primer día oficialmente empezó. Y no voy a mentir: estaba nervioso. No solo por estar en un proyecto importante, sino porque la mujer que tenía delante seguía siendo exactamente como la imaginé… solo que mil veces mejor. Perfecta, intensa, absolutamente inalcanzable.
Me asignaron revisar ciertos detalles de materiales con el diseñador de interiores. Nada complicado, al menos en teoría. Pero cada vez que iba a hablar de una sugerencia, Ginevra estaba allí: revisando planos, marcando medidas, ajustando líneas. Con una concentración que hacía que todo lo demás pareciera secundario.
Intenté acercarme al plano con cuidado.
—Creo que aquí podríamos ajustar la posición de la lámpara para mejorar la iluminación natural —dije, intentando sonar seguro pero no invasivo.
Ella levantó la cabeza apenas un segundo, suficiente para lanzarme una mirada que me evaluó de arriba abajo.
—Si quieres que algo cambie, tendrás que explicármelo mejor —dijo, seca—. Y que sea convincente.
Convincente. Bien. Perfecto. La presión se sentía tangible, pero también estimulante. Mi rol era inferior, sí, pero no iba a quedarme callado.
—Si colocamos la lámpara más cerca de la ventana, la luz se reflejaría mejor en la superficie del piso y resaltaría los muebles sin generar sombras —intenté explicarlo con claridad.
Se cruzó de brazos y me estudió unos segundos. Su silencio era suficiente para hacerme sentir que estaba bajo un microscopio. Finalmente, asintió ligeramente.
—Hazlo —dijo, volviendo a sus planos.
Menos mal. Pequeña victoria. Sonreí por dentro.
Mientras trabajaba, no podía evitar observarla. La manera en que tomaba notas, cómo movía los planos sin esfuerzo, cómo cada decisión parecía fluir de manera natural. Y yo… solo podía seguir el ritmo.
Y lo sabía: esto solo era el comienzo. Cada día sería un desafío, y cada pequeño choque me enseñaría algo nuevo. Pero, maldita sea, ¿por qué no podía dejar de pensar en lo impresionante que era, incluso cuando ni me dirigía una mirada?
El día terminó finalmente, y todavía no podía creer que había sobrevivido a mi primer encuentro profesional con Ginevra Valentini. Cada interacción, cada mirada de ella era como un examen que no podía fallar. Pero, sorpresa: había pasado la prueba… al menos hasta ahora.
Me despedí en la puerta del estudio, intentando sonar casual:
—Bueno, nos vemos mañana —dije, haciendo un esfuerzo por no sonar demasiado entusiasmado.
Ella apenas levantó la mirada, concentrada en algo en su escritorio. Luego, sin decir una palabra más, recogió su bolso y se dirigió hacia la salida.
Ahí estaba: Ginevra Valentini, la mujer que había sido un mito para mí durante años, subiendo a un automóvil de lujo que parecía sacado de una revista de diseño automotriz. Perfecto, impecable, reluciente… todo como ella.
Yo, por mi parte, me quedé parado unos segundos, contemplando la escena y sintiendo que mi propio reflejo se burlaba de mí. La vergüenza de la familia, el tipo que llegaba a trabajar en metro y que apenas podía permitirse un café decente en la oficina… eso era yo.
Respiré hondo y me dirigí hacia la estación más cercana. El metro estaba lleno, ruidoso y caótico, pero al menos nadie me estaba observando como Ginevra. Nadie estaba evaluando cada movimiento mío con esa intensidad.
Mientras me acomodaba entre la multitud, no pude evitar sonreír por dentro. La diferencia era absurda, cómica, y, de algún modo, encantadora. Ella, tan impecable, y yo… bueno, yo intentando no tropezar con mi propia mochila mientras pensaba en cómo iba a sobrevivir al segundo día.
Y, a pesar de todo, una parte de mí no podía dejar de pensar en lo increíble que había sido estar cerca de ella, aunque fuera solo unas horas. Y sabía que esto, aunque difícil, sería mucho más interesante de lo que esperaba.
El metro me dejó cerca de mi barrio, un laberinto de calles estrechas y edificios antiguos que conservaban un cierto encanto aunque les faltara modernidad. Caminé unos pasos y llegué a mi piso, un pequeño pero acogedor apartamento heredado de mis abuelos. No era lujoso, pero tenía carácter: techos altos, molduras que habían visto mejores días, una puerta de madera robusta que chirriaba un poco al abrirse, y ventanales largos que dejaban entrar la luz de la tarde, bañando el parquet de un tono cálido. Cerré la puerta detrás de mí y suspiré, dejando que el aroma a madera antigua y libros viejos me diera la bienvenida. Bienvenido a mi realidad.
Mis padres me habían preparado para otra vida. Siempre me decían que debía ser el orgullo de la familia, el hijo planificado, el que haría brillar el apellido Alberti. Había nacido para destacar, para triunfar, para tener éxito… y, sin embargo, aquí estaba. No era la vergüenza de la familia, pero tampoco era el prodigio que esperaban. Tenía un espacio propio, sí, pero la sensación de estar a medio camino entre lo que debería ser y lo que realmente era me acompañaba constantemente.
Mi teléfono vibró con mensajes de mi madre preguntando si había llegado bien y si me había comportado. Respondí con un “sí, todo bien”, porque mentir nunca había sido un problema. Pero la verdad era que hoy me había sentido pequeño, torpe y fuera de lugar más veces de las que podía contar.
Me dejé caer en el sofá, un mueble cómodo pero algo desgastado que aún conservaba la calidez de sus primeros años, y miré alrededor. Las paredes estaban adornadas con fotografías familiares, cuadros heredados, recuerdos de viajes, algunos muebles antiguos mezclados con piezas modernas. Todo tenía historia, personalidad, carácter. Yo también, aunque no lo supiera aprovechar del todo.
Pensé en Ginevra. No podía evitarlo. Todo en ella parecía tan… perfecto. Elegante, segura, joven, imponente. Yo, en cambio, volvía a mi pequeño refugio sin ostentaciones, rodeado de recuerdos, libros apilados, notas de proyectos y muebles que contaban historias. Nada me hacía sentir más consciente de mi posición: ella imponía respeto sin esfuerzo, mientras yo buscaba destacarme entre las sombras de mi propia vida.
Mis padres querían que fuera alguien, alguien importante, alguien admirable. Pero yo… yo apenas lograba pasar desapercibido, y hoy más que nunca, después de pasar unas horas junto a la mujer que había sido un mito para mí durante años, me sentía consciente de cada pequeño detalle de mi vida que no alcanzaba a estar a la altura.
Sin embargo, mientras me acomodaba entre los cojines del sofá, cerrando los ojos, una sonrisa se dibujó en mi rostro. Porque a pesar de sentirme pequeño, perdido y torpe… había algo en ese día, en mi primer encuentro con Ginevra, que me hacía pensar que podía aprender algo grande. Y quizá, solo quizá, demostrarme a mí mismo que podía estar a la altura, aunque fuera un poco. Que mi mundo modesto y lleno de recuerdos podía coexistir, de alguna manera, con su perfección inalcanzable.
La tensión en el despacho se volvió casi palpable. Ginevra levantó una ceja, su mirada se endureció y su voz adquirió un tono cortante.—¿Disculpa? —preguntó, con una calma que parecía a punto de romperse.Tragué saliva, dándome cuenta de que había cruzado una línea peligrosa. Intenté retroceder, pero ya era tarde.—Nada, olvida lo que dije —balbuceé, intentando sonar casual.Pero Ginevra no parecía dispuesta a dejarlo pasar. Se inclinó hacia adelante, su mirada fija en mí.—Creo que no —dijo, con un tono que no admitía réplica—. Quiero saber qué quisiste decir con eso.Respiré hondo, sabiendo que estaba en problemas. Podía intentar suavizar la situación o lanzarme de cabeza al abismo. Opté por una mezcla de ambas.—Solo me pareció que hoy estabas... diferente —dije, intentando medir mis palabras—. Más relajada. Y pensé que tal vez habías encontrado una manera de aliviar el estrés.Ginevra me estudió un momento, su expresión ilegible. Luego, una sonrisa leve y peligrosa se dibujó en s
El viernes por la tarde, después de una semana intensa, uno de los compañeros sugirió ir a tomar una cerveza para darme la bienvenida. Sonó como un plan perfecto para relajarme y dejar atrás la tensión del estudio.Nos dirigimos al bar cercano, charlando y bromeando entre nosotros, intentando dejar atrás la tensión de la oficina. Yo hablaba con los compañeros sobre los planos y algunos comentarios tontos, pensando en lo mucho que necesitaba relajarme después de la semana… sin imaginar la sorpresa que me esperaba.Al entrar, un murmullo de conversaciones y risas nos recibió. Nos acomodamos alrededor de una mesa grande y yo pedí mentalmente que la noche transcurriera tranquila.Para mi sorpresa, Ginebra estaba allí estaba en la mesa, con un vaso en la mano. Sonreía suavemente a alguien que le contaba algo, y un mechón rebelde de su cabello caía sobre su frente, que apartaba distraídamente con un gesto elegante pero natural. Su risa, ligera y sincera, se elevó apenas sobre el ruido del b
El segundo día empezó igual de temprano que el primero, pero con un nudo en el estómago más grande. No solo porque sabía que Ginevra estaba ahí, implacable, sino porque me sorprendí a mí mismo pensando en ella más de lo que debería. Y eso era peligroso.El estudio estaba tranquilo, apenas unos cuantos empleados trabajando en sus proyectos. Me acerqué a los planos que ella había revisado ayer, intentando concentrarme, pero no podía evitar robarle miradas de reojo. La forma en que se inclinaba sobre los planos, cómo tomaba notas con precisión, la manera en que su cabello caía sobre el hombro… todo era hipnótico.—Leandro —dijo, interrumpiendo mi distracción con esa voz firme y cautivadora—. ¿Qué estás mirando tanto?Me sobresalté y levanté la vista. Ahí estaba ella, verde, intensa, penetrante… y claramente consciente de mí. Mi corazón se aceleró; había quedado atrapado.—E-eh… nada —balbuceé, tratando de desviar la mirada, pero era demasiado tarde.Ella arqueó una ceja, un ligero brillo
Había escuchado su nombre durante años: Ginevra Valentini. En revistas, blogs especializados, redes profesionales… su reputación me precedía. Yo la había imaginado de mil maneras, y todas coincidían en una cosa: estricta, intocable, mayor. Una señora de unos cincuenta años, estirada, con un perfume que anunciara su presencia antes incluso de aparecer.Ahora, caminando por el estudio, casi podía olerla… aunque la realidad no se acercaba en nada a lo que esperaba.La secretaria me sonrió y me hizo un gesto hacia el despacho.—Leandro, la señorita Valentini te espera en su oficina —dijo con ese aire de “hazlo bien o lárgate”.Respiré hondo y crucé la puerta. Cada paso hacía que mi corazón diera un brinco. Todo estaba perfectamente alineado, limpio, iluminado por la luz de la mañana que se colaba por los ventanales. Cada maqueta, cada plano… perfecto. Como ella.Y entonces la vi, detrás de su escritorio con una expresión que realmente no expresaba nada. Y no era la señora de cincuenta año
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