—A comer —aclaré, aunque mi voz no sonó tan firme como esperaba.
Hubo una pausa. Una de esas que se sienten más que se escuchan.
Y por primera vez desde que la conocía, vi algo parecido a una duda cruzar su mirada.
Ella bajó la vista un instante, respiró hondo, y luego dijo con voz baja, casi un susurro:
—Deberías irte antes de que diga que sí.
No supe si lo dijo en serio o si era otra de sus pruebas.
Solo sé que esa respuesta me dejó clavado en el lugar, con el pulso acelerado y una sonrisa que no pude contener.
Me limité a asentir.
—Buenas noches, Ginevra.
—Buenas noches, Alberti. —Su voz sonó más suave, apenas—. Y gracias… por la intención.
Cerré la puerta despacio, con la sensación de que algo acababa de cambiar.
No supe si para bien o para mal.
Pero por primera vez, sentí que la línea entre trabajo y deseo ya no existía del todo.
Y que, tal vez, esa cena todavía podía suceder.
Dormí poco, otra vez.
No porque estuviera intranquilo, sino porque no podía dejar de repasar la escena de