Al día siguiente, el estudio amaneció más gris de lo habitual. No llovía, pero el cielo parecía advertirlo. Entré antes que de costumbre, todavía con la sensación de la noche anterior rondándome la cabeza.
Su oficina estaba cerrada, sin luces. Ni el abrigo colgado en la silla, ni el aroma que siempre dejaba flotando en el aire. Solo el silencio y el reflejo opaco del vidrio.
Pregunté con disimulo si ya había llegado. La asistente, sin mirarme, respondió que tenía reuniones fuera todo el día.
Reuniones.
La palabra sonó más hueca de lo normal.
Intenté concentrarme en los planos, en las cifras, en los cálculos que solían tener la capacidad de absorberme. Pero nada. Cada línea me parecía imprecisa, como si faltara algo que no sabía definir. O alguien.
El estudio se movía con la misma precisión de siempre: los murmullos de fondo, el timbre del teléfono, las impresoras trabajando sin descanso. Y, sin embargo, todo parecía un poco más lento. O más lejos.
A media mañana, revisé las corr