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Capítulo 5 – Bajo su control

Salí del despacho con el corazón latiéndome tan fuerte que me costaba respirar. Tenía las manos húmedas, la garganta seca y la sensación de que acababa de sobrevivir a algo que ni siquiera sabía cómo describir. No era solo vergüenza, ni solo adrenalina. Era… otra cosa. Algo más profundo, más peligroso.

Su voz seguía repitiéndose en mi cabeza, palabra por palabra:

“Si vas a insinuar algo, mírame a los ojos mientras lo haces.”

No pude concentrarme el resto de la tarde. Cada vez que intentaba revisar los planos, su mirada volvía, nítida, dominando todo lo demás. La forma en que lo dijo no fue una reprimenda, fue un desafío. Y eso me mataba, porque sabía que Ginevra no hacía nada sin un propósito.

Si me había dejado temblando, era porque quiso hacerlo.

A eso de las seis, el estudio empezó a vaciarse. Algunos compañeros se despidieron con un gesto cansado; otros se quedaron unos minutos más para revisar correcciones. Yo fingí seguir trabajando, aunque lo único que hacía era mirar los mismos números una y otra vez sin entenderlos. Cada tanto, escuchaba pasos detrás de la puerta de vidrio de su despacho, el leve sonido de su silla girando, el roce de los papeles. Seguía allí. Y yo no podía irme sin saber si pensaba volver a hablarme o si el silencio era su castigo.

Cuando el reloj marcó las siete y media, me rendí. Apagué la computadora, guardé los planos en la carpeta y me puse la campera. Justo cuando me levanté, escuché su voz:

—Alberti.

Me quedé inmóvil. Ni siquiera había escuchado abrirse la puerta.

Me giré despacio, y ahí estaba ella, apoyada contra el marco, con los brazos cruzados y esa expresión imposible de leer.

—¿Ya te vas? —preguntó.

—Sí… —respondí, torpe—. Ya terminé lo del presupuesto.

Asintió, pero no se movió. Su mirada se deslizó hacia los papeles que tenía en la mano.

—¿Y el ajuste de iluminación?

—Te lo envío esta noche —contesté, intentando sonar seguro—. Quiero revisarlo una vez más antes.

—Bien. —Pausó—. Prefiero que lo revises con la cabeza fría.

Eso. Eso era lo que me descolocaba de ella. No había nada especialmente provocador en sus palabras, pero la forma en que las decía, la calma absoluta, el control en cada gesto… hacía que mi cuerpo reaccionara antes que mi mente.

Cada palabra suya parecía tener un doble filo.

—Buenas noches, Ginevra —dije, intentando sonar natural.

Pero cuando pasé junto a ella para irme, apenas un paso, percibí su perfume. Ese aroma limpio, suave, casi imperceptible, que sin embargo me atravesaba como un golpe.

Cerré los ojos un instante sin quererlo. Y, por supuesto, lo notó.

—¿Algo más que quieras decirme, Leandro? —preguntó, con una media sonrisa.

La miré, sabiendo que no debía hacerlo, sabiendo que ya era tarde para cualquier intento de parecer profesional.

—No —dije, aunque todo en mí gritaba lo contrario.

Su sonrisa se amplió apenas, casi imperceptible.

—Perfecto. Hasta mañana.

Me fui antes de que mi cuerpo me traicionara. Caminé por el pasillo del estudio con la respiración acelerada, sin mirar atrás. No podía. Si lo hacía, iba a quedarme allí.

Y lo último que necesitaba era darle otra razón para pensar que me tenía donde quería.

Esa noche no dormí.

Intenté distraerme con música, con café, con trabajo. Nada funcionó. Su voz, su mirada, la calma con la que me había desarmado una y otra vez, estaban en cada rincón de mi cabeza.

Era mi jefa, mi superior directa, la persona que podía despedirme con una frase. Y aun así, todo lo que quería era volver a provocarla solo para ver hasta dónde llegaba esa calma suya antes de romperse.

“Esto es una locura”, me repetí, pero era inútil.

Porque sabía que, en el fondo, ella también lo sabía. Que me estaba empujando al borde a propósito.

Al día siguiente, llegué antes que nadie al estudio. No lo hice por obligación, sino por necesidad. Necesitaba verla entrar, medir su estado de ánimo, saber si el juego seguía o si la línea que había cruzado el día anterior había quedado enterrada.

A las ocho y media en punto, su auto se detuvo frente a la puerta. La observé desde mi escritorio fingiendo concentración. Bajó con el cabello recogido en un moño bajo, el paso firme, la mirada fija. Vestía de negro, como siempre, pero esa mañana había algo distinto: el brillo en sus ojos, una calma renovada, una energía que me hizo pensar que ella había dormido perfectamente… mientras yo no había pegado un ojo.

Pasó junto a mí sin decir palabra. Solo un leve asentimiento, casi imperceptible, y el sonido de sus tacones alejándose hacia su despacho.

Y fue suficiente para que todo mi autocontrol se desmoronara.

Pasé la mañana intentando concentrarme. Los planos estaban frente a mí, las líneas perfectamente trazadas, pero mi mente seguía enredada en la noche anterior. A media mañana, su voz volvió a atravesar el silencio del estudio:

—Alberti, en mi oficina.

Era imposible acostumbrarse a cómo pronunciaba mi apellido. Tenía la habilidad de hacerlo sonar como una orden y una invitación al mismo tiempo.

Entré, con la carpeta bajo el brazo. Ella estaba de pie, frente a la maqueta del proyecto, observando los detalles con una concentración que rozaba lo obsesivo. Se giró apenas cuando me escuchó cerrar la puerta.

—Muéstrame las alternativas que preparaste —dijo.

Desplegué los planos sobre la mesa, intentando mantener las manos firmes.

Ella se acercó, tan cerca que pude sentir el roce de su perfume mezclado con el del papel y la tinta fresca. Su mano rozó el borde del plano, apenas un centímetro de distancia entre nosotros.

—¿Este cambio lo pensaste por iluminación o por estética? —preguntó, sin mirarme.

—Por ambos —respondí—. Si movemos el panel de vidrio hacia el eje central, ganamos luz natural y al mismo tiempo generamos una línea más limpia en la fachada.

—Mmm… —murmuró, inclinándose un poco más. Su cabello rozó mi brazo. Fue apenas un segundo, pero suficiente para que me quedara sin aire—. Interesante.

Su tono no era de aprobación ni de crítica. Era un experimento. Una prueba para ver cómo reaccionaba.

Yo me quedé quieto, intentando parecer concentrado, mientras mi cuerpo gritaba todo lo contrario.

Ella señaló con el lápiz una línea del plano.

—Aunque podrías arriesgarte un poco más —dijo suavemente—. Si quieres destacar, no basta con seguir lo que otros harían. Hay que… tener carácter.

Alzó la vista. Y ahí estaba otra vez: esa mirada firme, calculada, que parecía desnudar más de lo que decía.

Me sostuvo la mirada un segundo más de lo necesario.

Después, como si nada, sonrió apenas.

—Puedes quedarte esta tarde a revisar los renders conmigo —añadió—. Quiero ver si realmente tienes carácter o solo entusiasmo.

La forma en que lo dijo no fue una invitación, fue un reto.

Y yo, por supuesto, acepté.

—Claro —respondí, intentando sonar seguro—. Me quedo.

Ginevra asintió y volvió a concentrarse en los planos, como si todo hubiera sido una conversación común. Pero yo sabía que no lo era. No con ella.

Cada palabra suya era un movimiento calculado, y ese “quédate esta tarde” sonaba más a trampa que a colaboración.

Salí del despacho con la sensación de que acababa de aceptar un juego que todavía no entendía del todo.

Y, sin embargo, no podía evitar sonreír.

Porque por primera vez, sentía que Ginevra Valentini me estaba dejando entrar, aunque fuera solo para ver hasta dónde era capaz de resistir.

La tarde cayó lenta, con esa luz dorada que se filtraba entre las persianas del estudio y teñía todo de un tono cálido, engañosamente tranquilo. La mayoría ya se había marchado. Solo quedábamos unos pocos rezagados, y entre ellos, Ginevra y yo.

Ella estaba en su despacho, con la puerta entreabierta. Desde mi escritorio podía verla moverse entre los planos, revisando papeles con la concentración de siempre. Yo miraba el reloj cada tanto, intentando parecer ocupado mientras los minutos se alargaban.

A las seis y media exactas, su voz sonó de nuevo:

—Alberti, vamos a empezar.

Me levanté enseguida. Entré en su oficina con el corazón acelerado, como si fuera a rendir un examen. Sobre la mesa había dos notebooks abiertas, la luz de las pantallas reflejándose en sus manos, en los anillos finos que usaba siempre, discretos pero perfectamente elegidos.

—Trae la carpeta con las vistas laterales —dijo, sin mirarme.

Obedecí. Me incliné sobre la mesa, abrí la carpeta y desplegué los renders impresos. Ginevra se acercó a mi lado, lo suficiente como para que su hombro rozara el mío. No fue intencional, o al menos no lo pareció. Pero el contacto fue tan leve y tan real que me tensé como si me hubieran tocado con fuego.

—Aquí —dijo, señalando el plano—. La proporción del panel no está mal, pero el contraste se pierde.

Su dedo siguió la línea sobre el papel. Su voz sonaba baja, casi ausente. Se detuvo un segundo y luego añadió:

—Tenías razón con la orientación. La luz entra mejor así.

No pude evitar mirarla. Era raro escucharla decir “tenías razón”. Me pareció casi un elogio, aunque en su tono no había ni un gramo de suavidad.

—Gracias —murmuré.

—No me agradezcas —respondió enseguida, con esa frialdad precisa—. Solo haz que funcione.

Me mordí la lengua para no reír. Esa era Ginevra: ni un halago sin un golpe después.

Pasamos los siguientes veinte minutos comparando ajustes de luz, materiales, sombras. Ella hablaba poco, pero cada comentario suyo era quirúrgico. Yo asentía, tomaba nota, respondía cuando debía. Intentaba concentrarme en lo técnico, en las texturas, en el render, pero cada vez que se inclinaba sobre la mesa, cada vez que su perfume flotaba en el aire, sentía que toda mi lógica se evaporaba.

—¿Qué te parece esta versión? —preguntó de pronto.

Giró el monitor hacia mí. La fachada se veía limpia, moderna, bañada por la luz exacta que habíamos calculado. Me quedé observándola unos segundos.

—Perfecta —dije.

—¿Perfecta? —repitió, con una media sonrisa—. Palabra peligrosa. No existe la perfección, Alberti. Solo las mejoras constantes.

—Bueno, entonces es lo más cerca que hemos estado.

Por primera vez en toda la tarde, ella me miró directamente. Sus ojos tenían ese brillo que aparecía cuando algo la divertía, aunque no lo admitiera.

—Eres demasiado complaciente —dijo—. No confío en los que están de acuerdo conmigo todo el tiempo.

—Entonces confía en que puedo discutirlo —respondí, más rápido de lo que pretendía.

Su ceja se arqueó, apenas, pero el gesto bastó para llenarme de satisfacción.

—¿Ah, sí? —murmuró, dando un paso más cerca—. ¿Y qué discutirías conmigo?

El aire pareció hacerse más espeso. Su voz no había cambiado, pero el ritmo, la cadencia, se volvieron lentos, casi medidos.

—Depende del tema —respondí, con la boca seca.

—El proyecto, Alberti. Siempre el proyecto. —Su sonrisa fue leve, cortante—. No te confundas.

Soltó la frase con la naturalidad de quien tiene el control absoluto y volvió la vista al monitor, como si la conversación no hubiera tenido doble filo. Yo tragué saliva, intentando recuperar el hilo de mis pensamientos.

Durante un largo rato, solo se escuchó el zumbido de las computadoras y el clic de los ratones. Afuera, la ciudad empezaba a apagarse. Dentro del despacho, la luz del atardecer se mezclaba con el blanco azulado de las pantallas, proyectando sombras suaves sobre su rostro.

Ginevra se acomodó un mechón detrás de la oreja y habló sin mirarme:

—¿Sabes cuál es la diferencia entre un arquitecto mediocre y uno brillante?

Negué con la cabeza.

—El primero sigue instrucciones. El segundo observa, entiende… y se atreve. —Me miró entonces—. Quiero que empieces a atreverte más, Alberti. Aunque te equivoques.

No supe qué decir. No era una orden, tampoco un consejo. Sonaba a advertencia, a promesa.

—Lo intentaré —contesté al fin.

—No. —Su voz bajó apenas, firme, segura—. No lo intentes. Hazlo.

Nos quedamos mirándonos unos segundos. Fue una mirada larga, de esas que dicen más de lo que deberían. Y por un momento, tuve la sensación absurda de que estábamos los dos midiendo la distancia exacta que nos separaba, preguntándonos quién daría el primer paso.

Pero Ginevra fue la primera en romper el contacto. Se giró hacia el monitor y dijo con su tono habitual:

—Eso será todo por hoy. Envíame el nuevo render antes de mañana.

Tomé mis cosas en silencio. Al salir, ella volvió a hablar, sin levantar la vista de la pantalla:

—Y, Alberti…

—¿Sí?

—Buen trabajo. —Hizo una pausa mínima—. Hoy, al menos, no estorbaste.

Sonreí. Sabía que en su idioma, eso era un elogio.

Cerré la puerta detrás de mí, con el corazón latiéndome rápido otra vez.

Y supe, con una claridad incómoda, que lo peor, o lo mejor, recién estaba empezando.

Caminé hacia mi escritorio, recogí mis cosas con calma, intentando ordenar mis pensamientos. Afuera ya era de noche; las luces del estudio proyectaban reflejos en los ventanales y la calle se veía vacía, casi dormida.

Miré el reloj: pasaban de las nueve.

Me di cuenta de que no había comido nada en todo el día.

Ni ella tampoco

Recordé la barrita de cereal que había dejado sobre su escritorio, a medio comer, y el yogurt que seguramente seguía intacto en algún rincón del estudio. Sonreí, sin saber por qué.

Quizá por costumbre. Quizá porque la idea que me cruzó por la cabeza era una estupidez monumental… pero no pude descartarla.

Podía irme.

Podía ir a casa, preparar un café y pretender que el día había terminado.

O podía… volver a tocar esa puerta.

Respiré hondo. Y lo hice.

Toqué dos veces, con los nudillos, antes de pensar demasiado.

Dentro, se escuchó el sonido leve del teclado y luego su voz, serena como siempre:

—Adelante.

Entré.

Ella seguía frente al monitor, concentrada, con el cabello suelto esta vez, un mechón cayendo sobre su rostro. Levantó la vista apenas al verme.

—¿Olvidaste algo? —preguntó, sin rastro de sorpresa, aunque noté cómo arqueaba una ceja con curiosidad.

—Sí —mentí. O tal vez no—. Olvidé que ninguno de los dos comió nada en todo el día.

Ginevra me observó, en silencio. No respondió enseguida, y el silencio se volvió pesado, casi eléctrico.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —dijo al fin, aunque su tono sonó menos cortante de lo habitual.

Tragué saliva y di un paso más.

—Podría invitarte a cenar. Para compensar el hambre… y, no sé, las horas extras.

Ella dejó el bolígrafo sobre la mesa. Me miró largo, como si evaluara cada palabra, cada gesto.

No sonrió. No se burló. Tampoco me rechazó.

Solo se quedó mirándome con esa calma suya que desarma todo, incluso la lógica.

—¿Me estás invitando a salir, Alberti? —preguntó al fin.

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