Llegué temprano. Demasiado temprano.
El estudio aún estaba medio dormido: luces apagadas, olor a polvo, la cafetera que goteaba con ese sonido perezoso del inicio de jornada.
Encendí mi computadora y revisé el correo por inercia. Todo estaba igual que siempre, salvo por una ausencia que no debía notar, pero noté igual.
El escritorio de Ginevra seguía vacío. Su abrigo no estaba colgado en el perchero, y la puerta de su oficina permanecía cerrada, sin ese leve zumbido del aire acondicionado que solía encender apenas llegaba.
Miré el reloj. Ocho y diez.
Ella nunca llegaba después de las ocho.
A las ocho y media, nada.
A las nueve, Valeria entró al estudio con cara de haber dormido poco y me saludó con un gesto distraído.
—¿La arquitecta avisó algo? —pregunté, intentando sonar casual.
—Sí —respondió mientras dejaba unos papeles sobre el mostrador—. Mandó un mensaje temprano. Dijo que no venía hoy, que no se sentía bien.
—¿Mal? ¿Cómo mal?
Valeria se encogió de hombros.
—Eso puso. “No me si