La tensión en el despacho se volvió casi palpable. Ginevra levantó una ceja, su mirada se endureció y su voz adquirió un tono cortante.
—¿Disculpa? —preguntó, con una calma que parecía a punto de romperse.
Tragué saliva, dándome cuenta de que había cruzado una línea peligrosa. Intenté retroceder, pero ya era tarde.
—Nada, olvida lo que dije —balbuceé, intentando sonar casual.
Pero Ginevra no parecía dispuesta a dejarlo pasar. Se inclinó hacia adelante, su mirada fija en mí.
—Creo que no —dijo, con un tono que no admitía réplica—. Quiero saber qué quisiste decir con eso.
Respiré hondo, sabiendo que estaba en problemas. Podía intentar suavizar la situación o lanzarme de cabeza al abismo. Opté por una mezcla de ambas.
—Solo me pareció que hoy estabas... diferente —dije, intentando medir mis palabras—. Más relajada. Y pensé que tal vez habías encontrado una manera de aliviar el estrés.
Ginevra me estudió un momento, su expresión ilegible. Luego, una sonrisa leve y peligrosa se dibujó en sus labios.
—Tal vez —dijo, con un tono que no dejaba claro si estaba jugando o hablando en serio—. Pero eso no es asunto tuyo, Leandro.
Asentí, sintiendo un alivio momentáneo. Sabía que había pisado terreno peligroso, pero también que no podía retractarme sin parecer débil.
—Tienes razón —dije, intentando sonar profesional—. Lo siento. No se repetirá.
Ginevra asintió, su mirada todavía fija en mí.
—Más vale —dijo, con un tono que me hizo sentir que estaba evaluando mi reacción—. Ahora, ¿podemos hablar del proyecto? Hay algunos detalles que necesitan tu atención.
Asentí, aliviado de poder cambiar de tema. Pero sabía que esta conversación no había terminado. Ginevra no era de las que olvidaban, y yo acababa de darle una munición que podría usar en cualquier momento
Intenté concentrarme en los planos que ella había deslizado hacia mí, pero la piel me ardía. No por el aire, ni por la incomodidad del silencio, sino por la manera en que su mirada me atravesaba cada tanto, como si todavía estuviera decidiendo si merecía seguir allí o no.
Pasaron unos minutos. El sonido del bolígrafo sobre el papel, el roce del papel contra la madera, el leve clic de su reloj cuando giraba la muñeca. Todo sonaba más fuerte de lo que debería.
—Aquí —dijo, señalando una esquina del plano con la punta del lápiz—. El ajuste de iluminación que sugeriste en la primera reunión. Quiero que prepares una alternativa más eficiente. Y esta vez... —alzando apenas la vista, sus ojos encontraron los míos—, concéntrate en el trabajo.
“Concéntrate en el trabajo.”
Las palabras deberían haberme sonado como una advertencia, pero en su voz había algo más. Algo que no lograba descifrar.
Asentí y tomé nota con rapidez. Mis manos, sin embargo, temblaban levemente. No podía evitarlo.
Ella siguió hablando, moviendo los planos con una precisión casi quirúrgica.
—Necesito que revises los informes de materiales. Y asegúrate de que el presupuesto esté listo antes del viernes. No quiero sorpresas.
—Sí, claro —respondí, más rápido de lo que debería—. Lo haré.
Ginevra se reclinó en su silla, cruzó las piernas y me observó durante unos segundos. No decía nada, solo me miraba. Y esa mirada... Dios, esa mirada. Tenía el poder de desarmar y reconstruir a cualquiera en cuestión de segundos.
—Sabes, Leandro —dijo finalmente, con un tono más suave—, no deberías decir cosas que no puedes sostener.
Levanté la cabeza.
—¿A qué te refieres?
—A lo que insinuaste antes —respondió, sin apartar la vista—. No está bien hablar de la vida personal de tus superiores. Ni siquiera cuando crees que es una broma.
Tragué saliva.
—Lo sé. No debí hacerlo.
Su sonrisa se curvó apenas, contenida, casi divertida.
—Me alegra que lo entiendas. Pero... —dejó el lápiz sobre la mesa y apoyó las manos, entrelazadas, frente a ella—, hay una regla básica en este estudio: si vas a tener el valor de insinuar algo, asegúrate de poder mirarme a los ojos mientras lo haces.
El aire se me quedó atascado en los pulmones. La forma en que lo dijo, la calma en su voz, la seguridad en su cuerpo... me dejaron sin defensas.
—Mírame —ordenó, apenas un susurro.
Obedecí. Y fue un error. O un acierto. No lo sé.
Sus ojos me sostuvieron con tanta firmeza que sentí que todo a mi alrededor desaparecía.
Ni el escritorio, ni los planos, ni las reglas del trabajo existían. Solo su mirada y el pulso acelerado en mis sienes.
—Bien —dijo finalmente, soltando el aire despacio—. Ahora puedes volver al trabajo.
Su tono era neutro otra vez, como si nada hubiera pasado. Pero lo había hecho. Algo había cambiado.
Tomé mis cosas, intentando parecer tranquilo, y me levanté.
—¿Quieres que te envíe el borrador hoy o mañana? —pregunté, esforzándome por sonar normal.
Ella se inclinó sobre los papeles, fingiendo concentración, aunque la sombra de una sonrisa seguía en sus labios.
—Hoy, si puedes. Prefiero revisar los errores mientras aún estás despierto.
—Entendido.
Salí del despacho con el corazón desbocado y las palmas húmedas. Cada palabra suya se había grabado en mi cabeza como una advertencia y una invitación al mismo tiempo.
“Si vas a insinuar algo, mírame a los ojos.”
Esa frase me perseguía como un eco, repitiéndose en bucle mientras volvía a mi escritorio.
Y por primera vez, supe con certeza que el problema no era que Ginevra fuera inalcanzable.
El problema era que, por alguna razón que aún no entendía, ella empezaba a disfrutar de mantenerme justo al borde.