Nadia Bennet perdió a sus padres cuando apenas tenía catorce años, y tras la tragedia, fue enviada a vivir con su tío, un hombre respetado en apariencia, pero enfermo de una obsesión tan retorcida como antigua. Siempre amó a la madre de Nadia, y cuando ella murió, desvió su deseo hacia la joven, su viva imagen. Desde entonces, la vida de Nadia se convirtió en una prisión disfrazada de familia: encerrada, humillada y acosada constantemente. Su única protección era una abuela anciana que lentamente se apagaba. Hasta que en la boda de su prima, un cuadro pintado con rabia llamó la atención de Rowan Kohler, el hombre a quien se entregó esa misma noche. Pero cuando los secretos, las mentiras y la traición se cruzan en su camino, Nadia tendrá que decidir si confiar de nuevo... o enfrentarse sola al infierno del que creía haber huido.
Leer másUna bofetada se estrelló contra la mejilla de Nadia Bennet con la violencia de una tormenta sin aviso. Fue un golpe feroz, tan fuerte que la huella de una mano comenzó a dibujarse con dolorosa claridad sobre su piel pálida. La cabeza de la muchacha giró hacia un costado, arrastrada por la fuerza de aquel acto cargado de desdén, como si el mismo desprecio hubiera querido torcerle el cuello. Un ardor punzante le invadió la carne; la mejilla palpitaba, viva, como si la sangre misma gritara desde debajo de la piel.
—¡Eres una malagradecida! —escupió una voz femenina.
Era Hazel Bennett, la tía de Nadia, quien era una mujer altiva siempre dispuesta a herir en nombre de la “rectitud”. Frente a ella, Nadia seguía en silencio, mientras el eco del golpe aún resonaba en la sala. La rabia vibraba en su pecho, y sin embargo no habló. Aun con la humillación cosida a la cara, no se atrevió a levantar la voz. A pesar de todo, seguía en pie.
—Después de todo lo que tu tío y yo hemos hecho por ti, lo mínimo que podrías hacer es complacernos, ¡mocosa malcriada! —Hazel caminaba por la sala como si dictara sentencia—. Sé que te encanta perder el tiempo pintando cuadros, garabateando sin sentido en esos lienzos inútiles, así que tu tío y yo solo te estamos pidiendo que pintes uno para nuestra hija, que se casa mañana. Será un regalo de bodas de tu parte, y así todos los invitados verán lo felices y unidos que somos. Una gran familia ejemplar, eso es lo que verán. Una familia digna de admirar.
Nadia alzó lentamente la mano hasta su mejilla herida. El calor seguía allí, como si el odio de su tía hubiera quedado impreso en su piel. La mirada que le dirigió a Hazel no fue de miedo. Fue de rabia, una rabia silente que bullía en sus ojos grandes de color avellana.
—Pero ¿qué te pasa? ¿Qué necesidad hay de que me golpees? —rechistó Nadia—. Además, creí que no te gustaban mis cuadros, si siempre estás menospreciándolos cada vez que los ves. ¿Quién te entiende?
—Los odio. Los detesto. Honestamente, no creo que tengas talento alguno. Eres una carga para esta familia, una intrusa. No has traído nada bueno desde que llegaste, no hay nada en ti que merezca celebrarse —hizo una pausa, luego se encogió de hombros con aparente resignación—. Pero a tu tío sí le gustan tus pinturas. Él fue quien insistió en que hicieras una para nuestra hija. Yo no las quiero, pero trato de verle el lado positivo a las cosas. Con ese cuadro al menos no irás con las manos vacías a la boda. No tienes dinero, no sabes hacer nada más. Esa será tu aportación. Y a cambio, fingiremos que somos una familia feliz.
La voz de Hazel sonaba como un látigo de seda: elegante, pero dolorosa en cada palabra. Cada sílaba se clavaba en Nadia como espinas bajo la piel.
—Te recuerdo que si no tengo dinero es porque no me dejan salir a trabajar —expuso—. Además, pintar un cuadro lleva tiempo, no creo que quieras que descuide mis otras labores —respondió la joven.
Porque además de ser su sobrina, en esa casa, Nadia era la sirvienta. No había personal doméstico, no había manos que la ayudaran. Todo recaía sobre ella: la limpieza, la cocina, el lavado, el planchado, el té servido puntualmente, las ventanas relucientes. Desde que se instaló allí, ese fue el pacto impuesto. A cambio de un techo, su juventud sería consumida entre trapos, detergente y sumisión.
Hazel se cruzó de brazos, con el ceño fruncido como si las palabras de Nadia hubieran sido una ofensa personal.
—Estoy segura de que puedes hacerlo todo. Haz el maldito cuadro y mantén la casa en orden. Si encuentro tan solo un rincón fuera de lugar, te las verás conmigo.
—¿Crees que un cuadro se termina en tan solo un par de horas? Pintar uno lleva bastante tiempo y no puedo hacerlo todo a la vez. O es el cuadro o es la limpieza.
El siguiente golpe llegó como un rayo: rápido, brutal, inesperado. La otra mejilla de Nadia recibió el impacto, dejándole una sensación ardiente, una simetría dolorosa en el rostro.
—¡Chiquilla insolente! ¡Deja de contrariarme! Haz lo que te ordeno y deja de ser tan arrogante, ¡o te echo a la calle! —gritó Hazel, con el rostro enrojecido por la rabia ciega de no ser obedecida.
Fue entonces cuando una voz más tenue y más envejecida interrumpió el caos.
—Hazel… ya te he dicho lo que pienso acerca de los golpes.
La frase, aunque dicha con suavidad, cortó el ambiente como una advertencia. Hazel se volteó y allí estaba ella: la madre de Jared –su esposo–, la abuela del hogar. Frágil en apariencia, pero con unos ojos sabios. Era la única en esa casa que aún conservaba un ápice de compasión por Nadia.
Hazel sonrió, aunque aquella sonrisa era todo menos amable.
—Lo siento, mi querida suegra, pero esta chica me saca de quicio. Siempre está con su actitud rebelde, siempre reacia a obedecer. Solo intento que se adapte.
Y sin más palabras, giró sobre sus talones, en lo que el eco de sus tacones retumbó la sala.
Nadia se quedó allí, con las mejillas enrojecidas, los ojos húmedos de impotencia y el corazón desgarrado entre el orgullo y el cansancio.
La abuela se acercó a Nadia con pasos lentos, cargando sobre sus hombros el peso de los años y del silencio que la vida le había enseñado a guardar. Su figura encorvada por el tiempo, sostenida por un bastón de madera clara, parecía avanzar entre las sombras de la sala como un susurro antiguo que se negaba a desaparecer. Cada paso que daba era una pequeña batalla ganada al dolor. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, sus ojos grises se clavaron con ternura en los de su nieta.
—Lo siento mucho, criatura... Lamento no poder hacer más por ti. Yo también estoy aquí gracias a que mi hijo me ha dado un techo y un hogar, no tengo poder en esta casa.
Nadia bajó la mirada, tratando de reprimir la amargura que le subía por la garganta. Pero luego negó suavemente con la cabeza, sin una sola chispa de reproche en sus ojos.
—No, abuela. No te preocupes. Tú no tienes la culpa de nada. Si no fuera por ti, este lugar sería un infierno todavía más insoportable de lo que ya es.
La anciana sonrió con dulzura, como si la voz de su nieta calmara las aguas agitadas de su espíritu. Levantó una mano temblorosa y con sus dedos marchitos acarició la mejilla de Nadia, como si en ese roce pudiera ofrecerle consuelo, como si pudiera transferirle un poco de esperanza.
—Ya verás que pronto las cosas cambiarán para ti —susurró—. Estoy segura de que todo lo que has hecho hasta ahora tendrá su recompensa. Criatura... tengo fe en que conocerás la felicidad.
Pero Nadia no compartía esa fe. Había aprendido a vivir sin esperar demasiado, no se atrevía a imaginar un futuro distinto. El suyo era un presente sin alas, sin ventanas, sin promesas. Vivía atrapada en aquella casa como si fuera parte de sus paredes, sin estudios terminados, sin un trabajo, sin una salida.
Lo había aceptado, o al menos así lo creía. Había una parte diminuta, casi imperceptible en su interior, que aún deseaba un milagro, aunque ya no supiera cómo pedirlo.
Antes de que la muchacha se dirigiera a su habitación, su abuela la llamó y le hizo un último pedido:
—Pinta ese cuadro como tú quieras, Nadia. No pienses en Hazel, ni en su hija, no te martirices solo para darles el gusto. Piensa en ti, en lo que llevas dentro, en lo que deseas decirle al mundo con tus colores. Solo eso. Entonces, quizás... todo resulte más sencillo.
Nadia asintió y tomó aquellas palabras como si fueran una llave. A pesar del cansancio acumulado por encargarse de todos los quehaceres de la casa, se sentó frente al lienzo y se dispuso a pintar. No había alegría en sus pinceles, lo que se vertía en el cuadro era un testimonio silencioso de su dolor. No celebraba la unión de su prima, sino que reflejaba resentimiento, amargura y abandono. La tristeza se adueñó del lienzo como una noche cerrada, oscura y llena de ecos sin respuesta.
Y así llegó el día de la boda.
En la mañana, la tía vio el cuadro. Lo vio ella, lo vio su esposo, lo vio la hija de ambos, lo vio incluso la abuela. Hazel, furiosa, nuevamente levantó la mano y abofeteó a Nadia sin miramientos. La piel de la muchacha ardió bajo el golpe, pero no dijo nada. A decir verdad, esperaba que reaccionara así.
—¡¿A esto le llamas cuadro?! ¡¿Esta es la pintura que quieres exhibir en la boda de mi hija?!
—Hazel, sin violencia —le dijo la abuela, intentando defender a su nieta.
Pero Hazel no la escuchaba. Nunca lo hacía. Fingía acatar sus palabras solo para evitar discusiones, pero en cuanto tenía oportunidad, volvía a levantar la mano contra Nadia como si fuera un acto natural.
—¿No estás viendo lo que ha pintado, suegra? ¡Lo ha hecho a propósito para dejarnos en ridículo! ¡En la boda de mi hija! —exclamó Hazel con rabia.
—Tú le pediste que hiciera un cuadro, y al mismo tiempo, que mantuviera la casa en orden. Aun así, ella hizo un trabajo excelente —manifestó la abuela.
—Esto no tiene nada de excelente, suegra…
«Aunque es obvio que lo diga, la vieja ya ni siquiera tiene buena vista”, pensó Hazel dentro de sí.
—Yo le dije que lo hiciera como quisiera, y esto fue lo que salió de su corazón.
—¡Esto no puede exhibirse en la boda de mi hija! ¡Míralo! ¡Este cuadro da miedo, es de terror!
La hija de Hazel, Indira, estaba con los brazos cruzados y una ceja arqueada, en lo que miraba la pintura como quien observa algo repulsivo.
—No parece una pintura para una boda. Más bien parece para un funeral —expuso, observando el lienzo coloreado de tonos oscuros.
Entonces, Jared, que hasta ese momento se había mantenido callado, observando el cuadro con las manos en los bolsillos, sonrió. Era un hombre de unos cuarenta años, cinco primaveras más Hazel. Se le notaban algunas canas por la edad, pero no cubrían del todo su pelo oscuro.
Mientras observaba la pintura, su mirada no era de enfado, sino de curiosidad, incluso de admiración.
—Pues a mí me gusta —expuso, para luego voltear y dirigirse a Hazel, su esposa—. Hazel, por favor, no discutas con mi madre. Sabes que está enferma.
Hazel chasqueó la lengua con fastidio, pero no replicó.
—Yo era quien más quería el cuadro, y honestamente está muy interesante —agregó Jared—. Definitivamente, ha heredado el talento artístico de su madre, y eso se refleja en esta pintura. Así que voy a presentarlo.
—¿Papá? ¿De verdad quieres que la gente vea esto? —siseó Indira.
—Sí —respondió él sin titubear—. Como dice tu abuela, Nadia hizo un buen trabajo. Lo voy a exhibir.
En ese momento, la abuela se llevó una mano al pecho. Su rostro se tornó pálido y un leve temblor sacudió su cuerpo. Nadia se acercó de inmediato, preocupada:
—¿Abuela? ¿Estás bien?
Pero antes de poder tocarla, la prima se adelantó, y de un manotazo, le golpeó la mano con fuerza.
—¡No toques a mi abuela!
El dolor del golpe hizo que Nadia recogiera la mano y se sobara con suavidad.
—¡Por Dios, qué salvaje! ¡Estaba tratando de ayudarla! —exclamó ella.
—¿Qué acabas de decir? ¿Salvaje, yo? —cuestionó Indira, señalándose a sí misma—. ¡Yo sí terminé mis estudios! ¡Así que la única salvaje aquí eres tú, ignorante!
—¡Pues al parecer el hecho de haber terminado los estudios no te sirvieron de nada! ¡Eres una cabeza hueca! —espetó Nadia.
—¿Cómo me dijiste? ¡Estúpida! —Indira levantó la mano con toda la intención de abofetear a Nadia, pero esta vez sí reaccionó, tomándola de la muñeca antes de que asestara el golpe.
—¡Tú no me vas a tocar! —declaró, a lo que Hazel la tomó del brazo.
—¿Cómo te atreves a tocar a tu prima? ¡Ella está muy por encima de ti, respétala!
—¡Basta ya! —exclamó la abuela, sintiéndose cada vez peor.
Indira, con falsa dulzura, se dirigió a la anciana.
—Abuela, lamento todo este escándalo. Por favor, siéntate —le acercó una silla y la ayudó a tomar asiento—. No deberías estar de pie, ni opinando. Deberías estar descansando. Quiero verte bien para el momento de mi boda.
La abuela, aunque sí estaba enferma, se negaba a permanecer encerrada en una habitación. Sabía que, si no estaba presente, si no vigilaba, Hazel y su hija se aprovecharían aún más de Nadia, la golpearían y la humillarían a sus anchas. Su presencia era lo único que protegía, aunque fuera un poco, a su nieta.
—No te preocupes por mí —replicó la señora—. Solo deja en paz a Nadia y concéntrate en prepararte.
—¡Tienes razón! Pronto vendrán la maquilladora y la estilista, no tengo tiempo para esta ignorante —dijo la prima con tono arrogante, refiriéndose a Nadia—. Quiero que esté todo listo. Nadia, ya lo sabes. Tienes que limpiarlo todo para que los decoradores puedan hacer su trabajo, ¿oíste?
—Me llamas ignorante, pero dependes de mí para todo, ¿no te da vergüenza? —siseó Nadia.
—¡Pues de algo debes servir! —exclamó Indira, a lo que Jared se aproximó a ella.
—Ya, Indira. Es suficiente. Ve a tu habitación, ya te avisará Nadia cuando tu estilista esté aquí.
Nadia abrió los ojos con sorpresa. ¿Rowan la había estado buscando? Pensaba que él la había olvidado, pero Jared acababa de confirmar lo contrario. Eso debería haberle dado algo de consuelo, una chispa de esperanza, y sin embargo, no había tiempo para sentir nada. El miedo lo cubría todo.—Tío… tiene que ser una confusión… —dijo, desesperada—. Yo no he estado con él… por favor, créeme… Yo solo lo ayudé, no sé quién es, yo…No alcanzó a terminar la frase.Jared dio dos pasos hacia ella y, sin previo aviso, su mano se alzó con una violencia descomunal y le cruzó el rostro. El golpe fue tan brutal que Nadia cayó hacia atrás, estrellándose contra el borde de la cama. Un alarido de dolor y sorpresa escapó de su garganta mientras se llevaba la mano a la mejilla, donde ya comenzaba a hincharse por el impacto. La piel ardía, como si hubiera sido marcada al fuego.Pero no le dio tiempo para reaccionar. Jared la tomó bruscamente del brazo, con una fuerza animal, y la obligó a levantarse de un t
Aquel hombre no era el Jared de siempre, lo que estaba frente a ella era una criatura al borde del abismo. Tenía el rostro bañado en una ira, deformado por una rabia que parecía arrancada de las profundidades del infierno. Las venas en su frente y cuello sobresalían como raíces vivas, y su piel estaba roja como si el calor de su cólera le hubiese cocido por dentro. Parecía a punto de echar humo por la nariz, como un toro embravecido. Nadia se quedó paralizada, con los labios apenas entreabiertos, sin poder pronunciar palabra. El miedo le había robado la voz, le había secado la garganta. Dio un paso atrás por instinto cuando él cerró la puerta con un segundo golpe, seco y sonoro, que hizo temblar las paredes. Su cuerpo tembló, una vez más.—No puede ser... —dijo él, pero no fue una voz humana. Era un gruñido, una maldición, un aullido atrapado en carne. Dio un paso hacia ella y su cólera se hizo aún más visible, como si cada centímetro que recorría lo acercara al punto de no retorno—.
Jared conducía como si el tiempo se le escurriera entre los dedos. Pasó los semáforos en rojo como quien ignora las señales de advertencia del destino. Bocinas le gritaron al paso, luces destellaron como amenazas, pero nada de eso logró hacerle bajar la velocidad. Solo había una idea retumbando en su mente: tenía que saber la verdad, no importaba el precio.Finalmente, el coche se detuvo con un chirrido frente a la casa y Jared salió de inmediato.—¡Nadia! ¡Nadia! ¿Dónde estás? —exclamó tras entrar a la residencia.Desde el interior, la voz de Hazel le respondió, desconcertada y con cierta alarma.—¿Qué son esos gritos, Jared?—¡¿Dónde está Nadia?! —preguntó él con impaciencia.—Creo que está en el patio... colgando la ropa.Jared se dirigió hacia el patio con pasos precipitados y, cuando la vio —a Nadia, de espaldas, colgando prendas húmedas bajo el sol—, se detuvo. Repentinamente, cierta idea aterrizó en su cabeza.Recordó el interior de la pequeña casa del jardín. Recordó a Rowan a
Rowan observó detenidamente el gesto de Jared y se percató de su repentino silencio.—Continúa.Esa sola palabra, tan sencilla en apariencia, tuvo el efecto de una campana que resuena en medio de una niebla espesa. Jared parpadeó, regresando lentamente del laberinto interno en el que se había extraviado por un segundo.—Ah, sí… quiero decir… Las únicas que no están incluidas en la lista son mi esposa, mi hija… y mi madre.Rowan asintió con lentitud, como si dejara caer esa información en un río de pensamientos que ya corría con fuerza bajo la superficie de su aparente serenidad.—Muy bien. Entonces, te pediré que vuelvas a revisar la lista con detenimiento. Que recuerdes, uno por uno, los nombres, los rostros, las presencias. Habla con tu esposa, habla con tu hija, y tú mismo, tómate el tiempo de repasar cada nombre que incluiste. Quiero que lo vuelvas a hacer todo desde el principio. Y cuando termines, vuelve a enviársela a mi secretario. ¿Me has entendido?—S-sí… claro. Lo haré —res
Tal como se le había pedido, Jared cumplió con meticulosidad la solicitud que Rowan Kohler le había hecho. Con suma diligencia, reunió la lista completa de todas las invitadas que habían asistido a la fiesta en su residencia: aquellas que habían sido sus propias invitadas, las de su hija Indira, recientemente casada, y también las de Hazel. Ninguna fue excluida. Ni la edad ni el vínculo fueron criterio para omisión alguna. Así, Jared elaboró un archivo minucioso y extenso que contenía cada nombre disponible, obedeciendo a la instrucción precisa que Rowan le había dado.Luego, hizo llegar aquel documento a Lennon, el secretario de confianza de Kohler, a través de la dirección de correo electrónico que el mismo Lennon le había proporcionado. El hombre, cuya manera de proceder era sobria y metódica, comenzó con una revisión paciente y cuidadosa, como quien desmonta con pinzas un mecanismo antiguo. Su primer paso fue depurar la lista: eliminó con criterio objetivo a todas las mujeres qu
Jared parpadeó un par de veces, como si el significado de las palabras de Rowan aún no hubiera terminado de asentarse en su mente. Frunció el ceño con visible desconcierto, ladeando ligeramente la cabeza, como si esperara que el empresario repitiera lo que acababa de decir con una claridad mayor.—¿Una mujer, señor Kohler? —repitió, entre incrédulo y perplejo—. Lo siento, pero… no comprendo.—La conocí durante la celebración y quedé interesado en ella —reveló sin rodeos—. No me dio su nombre, no me dejó ningún número, ni un modo de contacto, pero recuerdo muy bien su rostro.Una inquietud repentina recorrió el cuerpo de Jared como una corriente eléctrica. Una sospecha fugaz, un nombre no dicho que flotó en su mente. No se atrevió a mencionarlo, más bien, era necesario oír más detalles.—¿Y cómo exactamente cree que puedo ayudarlo, señor Kohler? —preguntó con cautela, sin mostrar aún lo que había empezado a temer.—Ella estuvo allí, eso significa que fue parte de tus invitados. —Será
Último capítulo