C3: Estás preciosa.

Nadia se quedó a vivir con Jared y su familia. A los catorce años, cuando la vida le arrancó a sus padres, Nadia no fue recibida con amor ni compasión. Hazel aceptó tenerla bajo su techo solo con una condición: que sirviera como empleada, que limpiara los baños, cocinara, lavara los platos, que se ganara su comida y su lugar para dormir como si fuera una deuda eterna que debía pagar por haber quedado sola en el mundo. No habría salario, ni derechos, ni consuelo. La comida era su sueldo. El techo, su premio.

La escuela quedó atrás, pues nadie pagó la colegiatura, y el talento que había heredado de su madre se marchitó poco a poco entre trapeadores, detergente y la mirada de desprecio de Hazel.

Y todo ese tiempo, el dinero estaba ahí. Natalia, previsora incluso en sus últimos años, había dejado una cantidad suficiente como para que su hija pudiera mantenerse a flote por un tiempo. No era una fortuna, pero sí lo suficiente como para vivir con dignidad mientras encontraba un camino propio, lo suficiente como para no tener que depender de nadie. Pero el secreto fue guardado con garras y dientes. Jared lo sabía, Hazel también, y ninguno se lo dijo a Nadia.

Porque mientras ella no supiera, seguiría atrapada y sumisa, obligada a agradecer lo mínimo: un plato de comida al final del día y una cama en el rincón más frío de la casa.

Hazel calló por codicia, esperando que algún día pudiera tomar ese dinero, hasta que entendió que no podía. El banco no lo permitiría. Ese dinero solo podía tocarlo Nadia al cumplir dieciocho años. Y ahora, a los diecinueve, ella seguía sin saber que existía. Seguía fregando los mismos pisos y soportando los mismos insultos.

Y Jared... Jared no la maltrataba como Hazel. No levantaba la voz, no la humillaba. Jared era... amable, pero eso no lo hacía menos peligroso. A medida que Nadia crecía, él empezó a mirarla de otro modo.

Él había dejado de verla como la sobrina a la que había acogido por compasión. Él la miraba como quien contempla un reflejo del pasado que nunca pudo tener, como si su amor por Natalia no hubiera muerto con ella, sino que hubiera mutado y encontrado en Nadia un cuerpo nuevo al cual aferrarse.

Nadia lo sentía. En cada roce innecesario, en cada caricia que se prolongaba más de lo normal, en cada silencio que se volvía insoportable. Y aunque él no había traspasado la línea —aún—, cada día se acercaba más al borde.

Lo soportaba porque no tenía otra opción, porque no tenía a dónde ir, porque creía, ingenuamente, que todo lo que tenía era esa casa que la despreciaba. Pero sobre todo lo soportaba por la abuela. La presencia de la anciana era la única barrera que parecía mantener a Jared atado a lo que le quedaba de cordura. Ella no sabía nada del amor enfermo que él le profesaba a Nadia. No podía sospecharlo, pero su sola existencia lo detenía.

Y Nadia rezaba, en silencio, que no faltara nunca. Porque sabía que, el día que esa última figura desapareciera, Jared se permitiría hacer todo lo que ahora contenía con los dientes apretados. Y entonces, ni el techo ni la comida justificarían quedarse.

—¡Jared! ¿Dónde estás? Hay que ir a recoger tu traje de la tintorería —se oyó la voz de Hazel desde el pasillo, como una campana que irrumpe en medio de una atmósfera densa.

La llamada de su esposa lo hizo retroceder. Jared se apartó de Nadia, no sin antes clavarle una mirada que la hizo temblar como una hoja a punto de caer. Luego, sonrió con una ternura que se sentía como una amenaza.

—Estás preciosa, y esta noche, espero verte aún más hermosa de lo que estás ahora.

Y con esas palabras, se dio la vuelta y salió.

En cuanto se cerró la sombra de su silueta por el umbral, Nadia por fin se permitió respirar. Sus piernas no la sostuvieron más. Se dejó caer sobre la cama como si hubiese cruzado un campo de batalla, como si la sola presencia de Jared drenara de ella cada gota de fuerza. Cerró los ojos y apretó los puños con rabia muda, la sola mirada de ese hombre le repugnaba, le helaba el alma, le manchaba el cuerpo con una sensación viscosa. Lo detestaba, lo detestaba con cada parte de sí, pero debía resistir. Porque resistir era lo único que podía hacer, al menos por ahora.

Pronto, llegó la noche.

La iglesia se vistió de flores, de promesas y campanas. La prima de Nadia, radiante en su velo blanco, pronunció los votos, y luego todos los invitados se trasladaron a la casa para continuar con la celebración. El jardín había sido decorado con luces tenues que colgaban como luciérnagas atrapadas en hilos de plata, y las mesas brillaban con cristalería y sonrisas.

Jared le había ordenado a Nadia que asistiera. No tenía elección. No tenía otro vestido y, aunque no deseaba mostrarse, apareció con la prenda que él le había regalado, ese vestido que se ajustaba a su cuerpo con la precisión de una trampa. Una belleza involuntaria, peligrosa.

Pero Jared no quería que ella se mezclara con los invitados. Le había prohibido hablar demasiado, reír demasiado, vivir demasiado. La quería presente, pero invisible. Una pintura que nadie podía tocar. Así que Nadia se mantuvo al margen, entre los arbustos bien cortados y las plantas silvestres del jardín, como una flor silente oculta entre las sombras, con la tristeza como único acompañante.

Mientras tanto, en el centro de la celebración, Jared decidió exhibir el cuadro que Nadia había pintado. 

El lienzo no celebraba el amor ni el júbilo. Era oscuro, una obra que hablaba de pérdidas, de silencios prolongados, de gritos ahogados bajo la superficie del alma. La gente lo miró con extrañeza, pues sus colores sombríos no pertenecían a una boda, ni sus formas al romance.

Sin embargo, entre los murmullos incómodos, hubo un hombre que no apartó los ojos del cuadro. Se detuvo ante él como si algo dentro de esa pintura lo hubiese llamado por su nombre. Era un hombre de porte elegante, rostro sereno y mirada profunda. Un hombre que parecía ver más allá de lo que el resto percibía.

Rowan Kohler, CEO del imperio inmobiliario más codiciado del sector de lujo, no vendía propiedades, las creaba. Como CEO de Meridian Lux, la firma de desarrollo inmobiliario y construcción de lujo más influyente del hemisferio, su visión no solo transformaba terrenos vacíos en edificios: rediseñaba ciudades. 

Bajo su liderazgo, la empresa no se limitaba a construir rascacielos, sino que esculpía íconos urbanos en Nueva York, Londres, Dubái y Shanghái, fusionando arquitectura, prestigio y poder en cada línea de concreto y cristal.

Él no hablaba mucho. No necesitaba hacerlo. Con una mirada podía cerrar tratos millonarios o desarmar a sus rivales. Su presencia tenía esa rara mezcla de elegancia y autoridad: el tipo de hombre que parecía hecho para dirigir el mundo desde un pent-house con vista al skyline que él mismo había diseñado.

Decían que no creía en el azar, que todo en su vida era cálculo, precisión y control absoluto, y dicho hombre, era alguien muy importante entre los invitados, cuya presencia era un privilegio para cualquier anfitrión.

Rowan observó la firma en la esquina del lienzo: Nadia Bennett. El apellido le resultó familiar. Era el mismo de la familia de los anfitriones. Tal vez la misma sangre, el mismo linaje. ¿Quién era Nadia Bennett? ¿Dónde estaba esa artista que había puesto en ese cuadro una parte tan íntima y dolorosa de sí misma?

La curiosidad de Rowan creció.

Los demás lo rodearon. Jared, Hazel, la recién casada y su esposo, todos acudieron a saludarlo, a agradarle, a hablarle. Jared, por su parte, sonreía con una cortesía afilada. Veía a Rowan como una posible llave, como un acceso al mundo empresarial que siempre había deseado. Quería volverse socio de ese hombre, codearse con su éxito, abrir puertas con su nombre. Pero Rowan escuchaba con solo la mitad de sí, la otra mitad seguía pensando en el cuadro y en la autora.

Poco a poco, entre risas y copas, entre promesas y brindis, el hombre fue alejándose. Con una amabilidad medida y un gesto elegante, se fue desprendiendo de los interlocutores que lo rodeaban y caminó hacia los límites del jardín, donde la música apenas llegaba y donde las luces eran más escasas.

Y allí, entre sombras y vegetación, la vio.

Una figura solitaria, vestida de belleza involuntaria, como una rosa que florece en el lugar equivocado. Su vestido caía con gracia sobre su cuerpo, y sus ojos —aunque tristes— brillaban con una intensidad que detenía el tiempo.

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