Caminó con pasos veloces, pero silenciosos, hacia la casa principal, atravesando los corredores con la discreción de un fantasma que se niega a ser visto. Algunas personas aún conversaban en la sala, sumidas en el bullicio de la noche, pero ella pasó desapercibida, como una sombra que no tiene nombre. Cerró la puerta de su habitación y por fin, con el corazón latiendo en la garganta, se lanzó sobre la cama.
Extendió los brazos sobre las sábanas y quedó allí, con los ojos clavados en el techo como si buscara en su blancura el reflejo de lo vivido. Recordó el momento en que se entregó sin reservas, sin temor, a aquel hombre del que no sabía nada, salvo su nombre y la calidez de sus manos. Y no, no sentía culpa. Muy por el contrario.
En su interior se agitaba una llama nueva: la de quien, por primera vez, ha decidido sobre sí misma. Se sintió libre, se sintió suya. No fue un acto de abandono, sino de recuperación. No fue una pérdida, sino un acto de afirmación: ella eligió a ese hombre