C6: ¡Vístete! ¡Rápido!

Habían permanecido allí, envueltos en un silencio íntimo, por más de una hora. El ambiente estaba impregnado de sus esencias entrelazadas, como si sus pieles, al tocarse, hubiesen destilado una fragancia nueva, única e irrepetible. Rowan se había mostrado inusualmente tierno, más allá de lo que las circunstancias podrían haber requerido. Nadia no le había confesado que era su primera vez, pero algo en ella —quizá su juventud evidente, o la fragilidad con que sus manos se aferraban a él— había despertado en Rowan una dulzura instintiva. Ella era tan delicada que temía que, con solo un movimiento brusco, pudiera quebrarse entre sus brazos.

Y, sin embargo, entre esa ternura nacida de la protección, ardía un fuego sagrado. La pasión se colaba entre caricias suaves, como una llamarada serena, sin violencia. Era deseo alimentado con reverencia. Rowan no sabía ni su nombre, y aun así sentía que la conocía más que a nadie. Su cuerpo le hablaba en un lenguaje que iba más allá de las palabras: en la forma en que se arqueaba al compás de su roce, en los suspiros rotos que le escapaban entre los labios, en los gemidos dulces que parecían melodías hechas solo para él. Su piel era seda tibia, su cabello, una cortina oscura que acariciaba su pecho como si lo cubriera una promesa. Todo en ella era suave y encantadoramente humano.

Nunca antes había estado con alguien así. Ella no necesitaba hablar para expresar que le gustaba lo que hacían. Su lenguaje era el de la entrega, el de la piel. Cada estremecimiento, cada estremecer silencioso, cada roce que buscaba más, hablaba con una claridad que lo dejó hechizado. Fue un momento hermoso, físico, pero también espiritual. Una comunión de cuerpos y almas que parecía elevarlos por encima del mundo.

Cuando, por fin, los cuerpos se calmaron y el instante de pasión halló su reposo, quedaron juntos y respirando en la misma frecuencia. Nadia yacía recostada sobre su pecho y él la rodeaba con su brazo, manteniéndola cerca como si aún temiera que se desvaneciera. Apoyó la mejilla en su cabeza y dejó que el perfume de ella lo invadiera con dulzura. Su cabello era como un río oscuro que lo acariciaba en la piel, y él se aferraba a esa cercanía con la silenciosa certeza de que no quería olvidarla nunca.

Entonces, Rowan rompió el silencio.

—Cuando recibí la invitación de Jared para esta boda... —susurró contra su cabello—, estuve a punto de no venir. Tenía demasiadas cosas de las que ocuparme. Pero... algo me dijo que debía hacerlo. No sé, llamémoslo intuición. Algo en mí supo que tenía que estar aquí. Y ahora... ahora me alegro tanto de haber venido.

—Tú no tienes idea de lo que este momento ha significado para mí —sus palabras eran un secreto envuelto en gratitud—. Ha sido... liberador. Gracias, Rowan. De verdad... gracias por lo que hiciste por mí.

Rowan frunció el ceño con suavidad, confundido por aquella declaración. ¿Qué significaba aquello exactamente? ¿Qué era lo que ella había necesitado liberar? ¿Y por qué lo decía como si él le hubiera salvado de algo? La miró, deseando preguntarle, deseando comprender, pero antes de buscar respuestas más hondas, cayó en cuenta de que aún no sabía lo más básico: su nombre.

—Aún no me has dicho cómo te llamas —señaló—. ¿Podrías decírmelo?

Nadia se incorporó un poco, mirándolo a los ojos. Su mirada era ambigua, como si en su mente se librara una batalla invisible. 

Tenía razón. No le había dicho quién era. Rowan la había estado buscando —o, al menos, había estado buscando a la artista del cuadro que había visto en la celebración—, sin saber que la tenía justo entre sus brazos. Pensó que quizás era mejor no decírselo, que mientras más aumentara su intriga, ese hombre quizás no se olvidaría de ella con facilidad. Era una apuesta arriesgada, pero no tenía nada que perder.

Sin embargo, no necesitó buscar una excusa para no decírselo, pero algo hizo que la atmósfera se quebrara.

Pasos.

Pasos que quebraban el silencio exterior con un crujido inconfundible. El sonido de hojas pisadas, el eco de zapatos sobre el sendero de piedra.

En ese momento, su rostro palideció.

—No puede ser... —murmuró, mientras su cuerpo se incorporaba rápidamente. 

—¿Qué pasa? —preguntó él, incorporándose a medias.

Ella no contestó. En cambio, buscó su ropa con desesperación, tomó las prendas de Rowan y las colocó en su regazo.

—¡Vístete! ¡Rápido! —susurró con pánico—. Alguien se acerca y no pueden vernos así, ¡no pueden verme así!

—Tranquila —intentó calmarla Rowan, sosteniéndole el brazo—. Está bien, cálmate. Vamos a...

—¡No, no, no puedo calmarme! —lo interrumpió ella, con los ojos ya enrojecidos por el miedo—. Solo vístete. Yo me voy a esconder.

Dirigió la mirada a un rincón del cuarto: un armario estrecho, empotrado junto al muro. No era grande, ni cómodo, ni seguro. Pero era su única opción.

—Allí... —dijo, señalándolo con la mano trémula—. Voy a meterme ahí, no hay otra forma. Tú solo... inventa algo, di cualquier cosa, pero por favor, no digas nada sobre mí, te lo suplico...

La súplica se coló como un susurro roto. Rowan asintió en silencio, con la confusión marcándole los ojos, incapaz de comprender por qué aquella mujer que acababa de entregarse a él con tanta dulzura, ahora temía tanto ser vista.

Nadia no esperó más, ni siquiera se vistió. Tomó su vestido con prisa, lo apretó contra el pecho, y con la desnudez aún marcada en la piel, se agachó y se deslizó dentro del armario. 

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