El sendero que conducía a la casita del jardín era estrecho, escondido entre los brazos de las plantas y el aroma de las rosas recién podadas. La casita apareció detrás de un muro natural de ramas y arbustos, casi oculta a la mirada de cualquiera que se aventurara en el jardín. Era pequeña, modesta, un refugio apartado de todo lo demás.
La puerta, de madera envejecida, cedió con un chirrido suave cuando Nadia empujó, para luego entrar. El aire olía a encierro, a madera antigua, a tierra mojada. Era un espacio sencillo, apenas amueblado con una mesita, una silla desvencijada y un catre que parecía haber sostenido más cansancio que descanso. Nadia cerró la puerta con firmeza y echó el cerrojo. Luego se acercó a la lámpara de aceite que descansaba en una esquina y la encendió, en lo que la llama parpadeó como si dudara de su derecho a existir. No encendió las luces principales, pues si lo hacía, su resplandor atravesaría la noche, llamando la atención de cualquiera que estuviera más allá del jardín. La luz apenas alcanzaba a iluminar los rostros, pero bastaba. Rowan dejó que sus ojos se adaptaran, recorriendo el lugar con asombro y confusión. Observó el catre, la lámpara, el polvo acumulado. Era una habitación humilde, una vivienda para el jardinero quizá, o para alguien que había sido olvidado por los siglos. —¿Qué es este lugar? —preguntó al fin. Nadia caminó hacia él lentamente. —No lo tengo muy claro, pero si lo observas bien, parece ser una pequeña casa destinada a albergar al jardinero. Sin embargo, aparentemente se ha convertido en un depósito. —Ya veo —alegó Rowan—. Pero, ¿por qué me has traído aquí? En ese momento, Nadia se aproximó hasta quedar frente a él y lo tomó de la mano con delicadeza. Sin decir nada más, lo guió hacia el catre. Sus movimientos eran lentos e intencionados, y cuando estuvieron cerca, apoyó su mano en su abdomen y, con un gesto suave pero decidido, lo empujó para que se sentara. Rowan no pudo hacer más que dejarse llevar por su guía. Sus ojos no se apartaban de los de ella, buscando entender, buscando una respuesta que no llegaba en palabras. Nadia se inclinó, y de repente, lo besó, acariciando su rostro con ambas manos. En ese instante, Rowan la sujetó por los hombros, sorprendido. Se separó lo suficiente para verla con claridad, para leer en su rostro la urgencia muda que temblaba bajo su piel. —¿Qué estás haciendo? —cuestionó. Rowan no obtuvo la respuesta esperada, pues Nadia lo besó de nuevo. Y esta vez, aunque su inexperiencia asomaba como un viento torpe entre las ramas de su deseo, había una fuerza indomable detrás de cada roce. Besaba como quien no sabe, pero también como quien necesita. Como quien entiende que ese momento era su única puerta de salida. Nadia nunca antes había tenido un novio. No sabía besar, no sabía cómo sostener el cuerpo ajeno en medio del deseo, pero lo hacía con la desesperación de quien intenta salvarse, como si sus labios pudieran construir una barrera contra el horror que intuía acercarse, como si su cuerpo, entregado así, pudiera arrebatarle a Jared algo que no pensaba dejarle. Era su manera de gritar sin alzar la voz, de luchar sin empuñar un arma, de resistir con la única herramienta que aún le quedaba: su voluntad. Era la única vez que podía decidir algo por sí misma, y a pesar de lo extraña de la situación y que estaba a punto de entregarse a un hombre desconocido, se sentía libre. Rowan al principio no opuso resistencia. ¿Cómo hacerlo? Nadia tenía un rostro tan suave y tan lleno de luz que por un instante nubló su juicio. Su proximidad era un hechizo tibio, dulce, como el perfume tenue de las rosas mojadas en la madrugada. Era joven, sí, pero hermosa de un modo puro, casi inmaculado, y por un segundo él no fue más que un hombre débil ante el milagro de su cercanía. Pero entonces, cuando los labios de ella tocaron los suyos una segunda vez, y el temblor de su entrega se volvió más atrevido, él la apartó con delicadeza, casi con miedo de romperla, sujetándola de los hombros. —Por favor, espera… —murmuró Rowan, con la frente fruncida, mirándola como si intentara descifrar un enigma que se resistía a ser pronunciado. Se quedó contemplando su rostro por unos segundos. Su piel, la voz, su mirada, todo indicaba que apenas era una chiquilla—. ¿Tú… cuántos años tienes? Nadia lo observó en silencio. El hombre parecía de unos treinta años, así que, si le decía que tenía diecinueve, ¿se negaría a estar con ella? —Tengo veintiuno. La joven no quería echarse para atrás y la desesperación le estaba nublando el juicio. El miedo se arrastraba bajo su piel, pues Jared se estaba acercando demasiado a ella, bordeando límites peligrosos. Y si ella no ponía un alto, si no se iba de esa casa, si no escapaba pronto, lo impensable podría suceder. Si Jared finalmente la acorralaba como ya parecía inminente, entonces sería él, su tío, quien se llevaría algo que ella no quería entregarle. Su primer momento, su primer roce íntimo, su primera rendición… pertenecería a Jared, y esa idea no la soportaba, no podía aceptar que fuese así. Entonces volvió a mirar al CEO. Él estaba allí, frente a ella, noble, con ese aire de hombre que carga más edad que la suya, pero que no parece peligroso, sino seguro. Se veía fuerte, pero no abusivo. Tenía algo en los ojos que le decía que sería bueno con ella. Aunque no hubiese amor entre ambos, aunque aquello fuese un acuerdo… con él no habría miedo. Con Jared todo sería repulsivo, obligado. Con el CEO, al menos, habría un poco de dignidad y decisión. Y pensó: «Si no vuelvo a ver otro hombre nunca más, si esta noche es la única oportunidad que tengo de decidir a quién le pertenezco… entonces quiero que seas tú. Pero, por favor, si no es mucho pedir, preferirías que te enamoraras de mí y me sacaras de aquí.» Una vez más, se inclinó hacia el rostro del hombre y lo besó. Rowan se sorprendió de nuevo, pero no la detuvo. Algo en ella, en la forma en que sus dedos se aferraban al borde de su saco, en la forma en que su respiración se quebraba contra su mejilla, lo hizo entender que ella realmente quería esto. Y entonces correspondió al besó. Sus labios se encontraron de nuevo, pero esta vez él tomó el control. Besó con más profundidad y la sostuvo por la cintura, como si tuviera miedo de que se le deshiciera entre los brazos. Sus labios se deslizaron por su cuello, dejando una línea de fuego lento, y sus manos —casi temblorosas, como si temiera ser demasiado brusco— buscaron la espalda del vestido. Allí estaba el cierre, alineado con precisión, marcando el umbral. Con cuidado, comenzó a deslizarlo. Los dedos masculinos rozaban la piel desnuda, suave y cálida, que se iba revelando con el vestido que se abría paso. Nadia se quedó inmóvil, cerrando los ojos. No había temor en su rostro, como si cada caricia la alejara un poco más del mundo del que venía, de esa casa, de ese jardín, de Jared, de todo. Cada roce era una cuerda que la liberaba de una prisión invisible. Y Rowan, que era un hombre frío en apariencia, un hombre de palabras medidas y corazón oculto, empezó a derretirse ante ella. A pesar de lo extraño de las circunstancias, aquello fue felicidad para Nadia. Prefería mil veces a este hombre desconocido, que al repulsivo de su tío. Este hombre era un Kohler, era más poderoso que su tío, así que, su otro objetivo era que Rowan la sacara de allí, y la única manera con la que pensó que podría llegar a él era a través de la intimidad. Sin embargo, aún si su plan no funcionaba, ella ya habría ganado. Jared era un veneno que se filtraba por sus venas sin permiso, una amenaza constante que no necesitaba palabras. Su presencia lo contaminaba todo: el aire, las paredes, los pasillos de esa casa en la que vivía como una prisionera. El simple hecho de pensar que él pudiera tocarla, que pudiera hacerla suya sin su consentimiento, le provocaba arcadas que se tragaba en silencio, con los dientes apretados y el pecho encogido. A veces se despertaba en medio de la noche con el corazón galopando en la garganta, sintiendo su sombra respirándole en la nuca. Jared la deseaba como un cazador hambriento, no por amor, no por ternura, sino por el puro placer de destruir algo que aún se mantenía limpio, y por querer hacer realidad un amor que nunca pudo ser. Cada vez que él la miraba, sentía que no era una persona, sino un cuerpo que alguien estaba esperando abrir y usar. Esa certeza se le clavaba como una astilla en el estómago. Lo peor era que no podía confiar en nadie, no podía contarle a nadie lo que sentía. Tenía que comportarse, tenía que obedecer, mientras por dentro se deshacía lentamente. Si Jared la tomaba, si alguna vez lograba encerrarla con él sin que pudiera escapar, si lograba imponerle sus manos, su aliento, su voluntad, entonces todo habría terminado. Ella no sería ella, no volvería a reconocerse. Prefería morir, prefería arrancarse la piel antes que vivir sabiendo que él había sido el primero. Por eso Rowan, sin entender por qué lo había elegido, era un refugio, una última puerta antes del abismo, porque aunque no hubiese amor, aunque no hubiese promesas, al menos él no era Jared. Y eso, para Nadia, ya lo volvía infinitamente más digno.