La casa entera bullía en una inquietud silente. Había un murmullo que parecía recorrer los muros, como si las paredes mismas supieran que se aproximaba algo importante, algo que debía lucir perfecto, aunque por dentro estuviera podrido.
En medio de todo ese esfuerzo y esa pulcritud impuesta, Nadia se movía sin cesar, con los dedos enrojecidos por los productos de limpieza, con el cabello recogido de prisa, con los ojos cansados y el cuerpo pesado de tanto inclinarse, tanto fregar, tanto sostenerse en pie. Era ella quien se encargaba de que cada rincón de la casa estuviera impecable para la llegada de los decoradores, quienes transformarían aquel lugar en el escenario de una celebración que a ella ni siquiera le pertenecía. La boda, por supuesto, tendría lugar en una iglesia, en un templo que Nadia no había visto, ni pisaría. No estaba invitada a la ceremonia, pero asistiría a la celebración por órdenes de su tío.
Había pasado horas en silencio, concentrada en su tarea, cuando sintió una presencia detrás de ella. Se giró con la respiración entrecortada, y allí estaba él. Jared, su tío.
Su voz sonó como una brisa suave y masculina que rompió el ruido de sus pensamientos.
—Nadia —llamó con ternura, como si su nombre fuera una flor que no debía marchitarse, así que debía hablarle bonito.
La joven se quedó callada por un instante.
—¿Sí? —soltó ella, mirando que Jared sostenía una caja rectangular entre sus manos.
—Ven conmigo un momento —dijo él, con una media sonrisa que parecía invitar a un secreto—. Quiero mostrarte algo.
Sin decir más, Jared se alejó por el pasillo. Nadia dudó al principio, pero no tenía otra opción, así que siguió sus pasos, notando que se dirigía hacia su pequeña habitación. Las habitaciones de los demás estaban arriba, subiendo una escalera, pero la de ella quedaba abajo, junto a la cocina, apartada del resto, como un recordatorio de su condición en aquella casa.
Era una pieza modesta, de paredes pálidas y aire estancado, un cuarto destinado al servicio. Nada en ella hablaba de hogar.
Jared esperó a que Nadia entrara primero. Aunque ella vaciló unos segundos más en la entrada, al final decidió cruzar el umbral.
Después de haber ingresado, escuchó el sonido del picaporte cerrarse a sus espaldas. Jared se acercó con parsimonia y depositó la caja sobre la cama, como si se tratara de un tesoro.
—Es para ti —señaló con esa voz serena.
—¿Cómo? —preguntó Nadia, en lo que su mirada iba del rostro de su tío a la caja—. ¿Qué es?
—Ábrela —le respondió él y sus labios se curvaron en una sonrisa leve.
Con las manos aún temblorosas por todo el trabajo, Nadia se acercó a la caja. Levantó con cuidado la tapa, y entonces lo vio: un vestido. No cualquier vestido, sino una prenda de ensueño, color crema, de tela suave y caída elegante, como si hubiera sido cosido con hilos de gracia. Era largo, de escote delicado, espalda descubierta, una obra de belleza sutil, pensada para alguien que jamás se sintió protagonista de nada.
—¿Este vestido es… para mí? —cuestionó, sosteniéndolo frente a sí.
—Es para que lo uses esta noche, en la celebración —dijo Jared, avanzando un paso—. Sé que no tienes ropa adecuada para una ocasión así. Este vestido te quedará muy bien.
Nadia bajó la mirada al vestido, sintiendo cómo la tela parecía ajena en sus manos, como si no mereciera un objeto así.
—Dudo mucho que a mi tía y a su hija les agrade la idea de que tú me regales algo.
—Ellas no tienen por qué saberlo —replicó Jared, en un susurro que rozaba la complicidad—. Solo diré que es ropa vieja de tu madre. Nada más.
Nadia alzó la mirada, buscando en su rostro alguna señal de ironía, pero no la encontró.
—Gracias, tío... pero no puedo aceptarlo.
Jared frunció el ceño.
—No tienes otra ropa, Nadia. Tendrás que ponértelo. No puedes presentarte en la boda con lo primero que encuentres en el armario. Es un evento importante.
Ella apretó los labios, sin saber cómo explicar lo que sentía. No era solo por el vestido. Era por lo que significaba estar entre esas personas, como una presencia que incomoda.
—Creo que mi prima preferiría que no estuviera presente…
Jared no dejó que terminara.
—Tú no puedes faltar, Nadia. Es un día importante para la familia y tú formas parte de ella. Este momento no estará completo si tú no estás ahí.
Y como si esa última frase hubiese cerrado toda resistencia, Nadia supo que no podría negarse.
—Gracias… tío.
Él sonrió con dulzura, con una expresión que parecía decir más de lo que se atrevía a poner en palabras.
—Quiero que te lo pruebes ahora. Quiero ver cómo te queda —expuso de repente.
Ella lo miró con sorpresa, aun sosteniendo el vestido frente a su pecho.
—Pero… esta noche me verás con él, de todos modos...
—Quiero ser el primero —esclareció Jared—. Digo, el primero en verte vestida así.
Nadia alzó la mirada hacia Jared. Sus dedos, delgados y temblorosos por el peso del momento, acariciaban el borde de la tela del vestido como si al hacerlo pudiera encontrar en ella una respuesta clara. Se sentía desnuda sin haberse despojado aún de nada. Respiró hondo, como si el aire pudiese envolverla de coraje.
—Está bien —accedió, más por obligación que por gusto—. ¿Podrías salir un momento para que me cambie?
—No será necesario —dijo él, girándose lentamente—. Solo me daré la vuelta. Cámbiate tranquila.
Jared le dio la espalda y colocó sus manos cruzadas detrás del cuerpo, como si su presencia pudiera disolverse simplemente por mirar hacia otro lado. Pero a Nadia aquello no le bastaba.
Permaneció unos segundos inmóvil, como si el silencio le pidiera reconsiderar. No le agradaba la idea de tenerlo allí, tan cerca, aunque no la estuviera mirando. Aun así, ella sabía que no tenía muchas opciones.
Fue hacia un rincón y, con manos torpes, comenzó a quitarse la ropa con la prisa de quien teme ser interrumpida. El vestido subió por sus piernas como un susurro, suave y fresco, envolviéndola con una elegancia que contrastaba dolorosamente con el moño descuidado de su cabello y las manchas aún visibles de haber estado limpiando toda la mañana. Respiró profundo y dio el aviso.
—Ya… estoy —indicó.
Jared giró con lentitud, y cuando sus ojos se posaron en ella, un brillo distinto le cruzó la mirada. Sus pupilas se dilataron inevitablemente, como si acabara de contemplar algo que no esperaba.
Sus ojos recorrieron su figura desde el suelo hasta sus hombros, deteniéndose en cada curva, en cada pliegue del vestido que parecía haber sido hecho a medida para ella. A pesar de su corte largo y elegante, el vestido acentuaba sin esfuerzo su figura: sus caderas, su espalda desnuda, el escote discreto pero certero, como si supiera exactamente dónde debía posar la atención.
—Date la vuelta —pidió Jared con voz baja.
Nadia se quedó callada y sin moverse por unos segundos.
—Tío, no creo que deba…
—Hazlo.
A Nadia no le quedó más que obedecer y tenía la intención de girar con rapidez, deseando acabar con aquello lo antes posible.
—Más despacio… —impuso Jared—. Quiero verte bien.
Ella redujo el ritmo, más por resignación que por deseo. Y entonces giró lentamente, con la delicadeza de una hoja mecida por el viento. Jared la contempló en silencio, recorriendo con la mirada su nuca, su espalda desnuda, la caída natural del vestido sobre su piel clara, la curva precisa de sus omóplatos, el contraste del cabello oscuro atado con descuido. Y, por un instante, su respiración pareció detenerse.
—Te queda perfecto… —dijo finalmente, dando unos pasos hacia ella—. Eres idéntica a tu madre. No solo heredaste su talento… también su belleza. Con este vestido, hasta podría confundirte con ella.
Jared dio otro paso, acortando la distancia entre ambos, hasta quedar frente a ella. Con lentitud alzó las manos y sus dedos rozaron el rostro de Nadia, como si temiera que se deshiciera al contacto. Le sostuvo la cara con ambas palmas, y luego acercó su frente a la de ella, hasta que ambas pieles se encontraron en un punto de calor tibio.
—Tío… —susurró ella, incómoda por la cercanía, intentando retroceder. Pero Jared no se lo permitió.
—Shh… No digas nada. Estás… demasiado hermosa.
La caricia de su mejilla contra la de ella fue lenta. Luego fue su nariz, y después la otra mejilla. Había algo solemne en sus gestos, pero también algo que rozaba el límite de lo permitido.
Jared no era como Hazel ni como su hija, que despreciaban a Nadia con crueldad abierta. Él era distinto. Él no la golpeaba, no la insultaba, no la humillaba. Pero había en él una herida vieja que lo impulsaba a confundir el afecto con la posesión.
Jared había amado a Natalia en secreto durante toda su vida, la madre de Nadia. Fue el primero en conocerla, el primero en escucharla hablar de arte, en ver sus cuadros, en contemplarla con ojos de hombre que no podía confesar su amor. Pero ella eligió a Danilo, el hermano de Jared y padre de Nadia. Y Jared solo pudo quedarse al margen, como una sombra.
Debido a un terrible accidente, Danilo murió cuando Nadia tenía diez años. Luego, otra tragedia también se llevó a Natalia, y con ella, el último refugio de la niñez de Nadia. A los catorce años, huérfana y sin sostén, fue Jared quien la acogió en su casa, como una forma silenciosa de redimirse con el pasado. Pero el tiempo, la ausencia y los recuerdos habían tejido una red oscura entre ambos. Una red que, en ese momento, frente al espejo de la sangre y la memoria, comenzaba a tensarse peligrosamente.