Nadia se quedó a vivir con Jared y su familia. A los diez años, cuando la vida le arrancó a sus padres, Nadia no fue recibida con amor ni compasión. Aunque la tía Hazel, la esposa de Jared, estuvo de acuerdo, Nadia sabía que odiaba su llegada.
Entonces Nadia tuvo que convertirse en empleada, que limpiara los baños, cocinara, lavara los platos, que se ganara su comida y su lugar para dormir como si fuera una deuda eterna que debía pagar por haber quedado sola en el mundo. No habría salario, ni derechos, ni consuelo. La comida era su sueldo. El techo, su premio.
Ella vivía en la habitación más apartada de la casa, cerca de la cocina. Era tan pequeño que sólo cabía una cama y una mesa, pero también instaló un tablero de dibujo en la esquina. Heredó de su madre el talento para la pintura y también le gustaba pintar. Ella soñaba con estudiar pintura en una universidad extranjera, pero como nadie pagaba la matrícula, solo podía quedarse en ese rincón y pintar el mundo de sus sueños, para luego venderlos en secreto. Ella ahorraba dinero vendiendo cuadros, con la esperanza de escapar de allí algún día.
Y durante todo ese tiempo, el dinero estaba ahí. Sus padres habían ahorrado una cantidad suficiente para el futuro de su hija, pero el secreto fue guardado con garras y dientes. Jared lo sabía, Hazel también, y ninguno se lo dijo a Nadia, porque mientras ella no supiera, seguiría atrapada y sumisa.
Hazel calló por codicia, esperando que algún día pudiera tomar ese dinero, hasta que entendió que no podía.
Y Jared... Jared no la maltrataba como Hazel. No levantaba la voz, no la humillaba. Jared era... amable, pero eso no lo hacía menos peligroso. A medida que Nadia crecía, él empezó a mirarla de otro modo.
Él había dejado de verla como la sobrina a la que había acogido por compasión. Él la miraba como quien contempla un reflejo del pasado que nunca pudo tener, como si su amor por Natalia no hubiera muerto con ella, sino que hubiera mutado y encontrado en Nadia un cuerpo nuevo al cual aferrarse.
Nadia lo sentía. En cada roce innecesario, en cada caricia que se prolongaba más de lo normal, en cada silencio que se volvía insoportable. Y aunque él no había traspasado la línea —aún—, cada día se acercaba más al borde.
La presencia de la anciana, la madre de Jared, era la única barrera que parecía mantener al hombre atado a lo que le quedaba de cordura. Desde que ella enfermó y fue hospitalizada, Jared ha sido como un lobo que ha perdido su jaula y quería devorarse a Nadia.
—¡Jared! ¿Dónde estás? Hay que ir a recoger tu traje de la tintorería —se oyó la voz de Hazel desde el pasillo.
La llamada de su esposa lo hizo retroceder. Jared se apartó de Nadia, no sin antes clavarle una mirada que la hizo temblar como una hoja a punto de caer. Luego, sonrió con una ternura que se sentía como una amenaza.
—Estás preciosa, y esta noche, espero verte aún más hermosa de lo que estás ahora —y con esas palabras, se dio la vuelta y salió.
En cuanto se cerró la sombra de su silueta por el umbral, Nadia por fin se permitió respirar. Sus piernas no la sostuvieron más. Se dejó caer sobre la cama como si hubiese cruzado un campo de batalla, como si la sola presencia de Jared drenara de ella cada gota de fuerza.
Cerró los ojos y apretó los puños con rabia muda, la sola mirada de ese hombre le repugnaba, le helaba el alma, le manchaba el cuerpo con una sensación viscosa. Lo detestaba, lo detestaba con cada parte de sí, pero debía resistir. Porque resistir era lo único que podía hacer, al menos por ahora.
Pronto, llegó la noche.
La iglesia se vistió de flores, de promesas y campanas. La prima de Nadia, radiante en su velo blanco, pronunció los votos, y luego todos los invitados se trasladaron a la casa para continuar con la celebración. El jardín había sido decorado con luces tenues que colgaban como luciérnagas atrapadas en hilos de plata, y las mesas brillaban con cristalería y sonrisas.
Jared le había ordenado a Nadia que asistiera. No tenía elección. No tenía otro vestido y, aunque no deseaba mostrarse, apareció con la prenda que él le había regalado, ese vestido que se ajustaba a su cuerpo con la precisión de una trampa. Una belleza involuntaria y peligrosa.
Aunque no era ella quien debía destacar, era imposible que su belleza pasara desapercibida. Hazel e Indira lo notaron, y no estaban dispuestas a permitir que se robara las miradas.
Hazel se acercó a Nadia, mirándola de pies a cabeza.
—¿De dónde sacaste ese vestido? —cuestionó—. No se lo habrás robado a Indira, ¿o sí?
—N-no, para nada. Era un vestido de mi madre —mintió, como se lo había sugerido su tío.
—¿Ah, sí? —arqueó una ceja y la observó con sospecha—. Bien. Ya que te encanta perder el tiempo con esos cuadros inútiles, entra ahora mismo a la casa y pinta una escena de boda para tu prima. Y escúchame bien: ni pienses en salir ni en comer nada hasta que termines —ordenó Hazel y caminó hacia los invitados con una sonrisa arrogante en su rostro.
Este incidente no pasó desapercibido para cierto testigo. Fue visto por nada menos que por Rowan. Había asistido a esa tediosa boda en la que lo había llevado Luciano, y en medio del aburrimiento, deambulaba por la casa cuando se topó con aquella dramática escena. Intrigado, se preguntó si esa muchacha, quien le había parecido bastante hermosa, se resistiría a la orden de su tía.