Mundo de ficçãoIniciar sessãoSolo tenía una cosa en mente: su propio placer. A Julie Jones le ofrecieron un trato imposible de rechazar… pero con el hombre que una vez le rompió el corazón. Sean Castelli, el chico malo y rebelde de la universidad, ahora era un magnate italiano multimillonario, tan arrogante como irresistible. Julie, convertida en una mujer de negocios elegante y poderosa, jamás imaginó volver a cruzarse con él. Pero el destino —y una necesidad urgente— la obligan a aceptar su ayuda. Sean, al verla, no puede creer en quién se ha transformado su antigua fierecilla pelinegra. Y aunque el trato es puramente profesional, él tiene otras intenciones. Un matrimonio por conveniencia. Un contrato firmado con cláusulas claras: sin sentimientos, sin compromisos… solo beneficios mutuos. Pero Sean quiere más. Quiere reclamar lo que una vez fue suyo. Y está decidido a hacer que Julie recuerde cada caricia, cada mirada, cada noche. Lo que ninguno de los dos esperaba era que el pasado aún ardiera bajo la piel. Y que el juego de poder y deseo los llevara a un lugar donde el amor —y la venganza— podrían cambiarlo todo.
Ler maisEl Lexus RX patinó ligeramente al tomar la curva del acceso a la finca Castelli. Julie Jones apretó los labios para no soltar una maldición. Su destreza al volante no tenía nada que ver con el pavimento resbaladizo… ni con los recuerdos que la asaltaban. Todo tenía que ver con el hombre que, a unos metros, se inclinaba sobre una trilladora.
Estaba sin camisa. Solo eso. Pero bastó para que ella no pudiera apartar la mirada de su torso bronceado, que brillaba bajo el abrasador sol de Queensland. Los músculos se tensaban y deslizaban bajo su piel como si cada movimiento estuviera coreografiado. Cuando se incorporó y metió las manos en los bolsillos de unos jeans desgastados, Julie sintió que su mirada se desviaba—con cierta vergüenza—hacia su trasero. Por un instante, deseó no haber estado lejos tanto tiempo. Diez años en Londres habían sido una decisión sensata. Necesaria. Huir había sido su única salida. Pero al ver de nuevo a ese hombre, tan increíblemente atractivo, pensó que tal vez había regresado al lugar al que siempre perteneció. Y que ningún hombre en Londres se comparaba con los de Jacarandas. Ella lo sabía. Se había enamorado de uno. Le había entregado todo: su inocencia, su corazón, su lealtad. Y a cambio, solo había sido una tonta. Mientras enderezaba el coche y se acercaba a la casa, Sean se giró. El Lexus derrapó de nuevo, casi cayendo en una zanja. Julie logró estacionarlo bien, pero su corazón latía con fuerza. Sean caminó hacia ella con paso firme. Ella se quedó quieta, aferrada al volante como si fuera su única defensa. El rostro de Sean Castelli permanecía impasible. Se apoyó en la ventanilla abierta con sus brazos fuertes y la saludó con una inclinación de cabeza, como si no hubieran pasado diez años. —Hola, Julie —dijo con una sonrisa ladeada—. Hace mucho que no nos vemos. Un saludo normal. Sin rencor. Sin amargura. Por supuesto. Ella había sido la que más sufrió cuando Sean terminó la relación. Y ese saludo casual, como si nada hubiera pasado, no hacía justicia a lo que habían compartido. Julie decidió devolverle la misma indiferencia, aunque el corazón le latía con fuerza. —Diez años —dijo, con una media sonrisa—. Creo que es poco. Quería que él lo reconociera. Que preguntara cómo le había ido. Que explicara, por fin, por qué la había dejado. Pero Sean solo se encogió de hombros, como si el tiempo no pesara. Julie no pudo evitar recorrerlo con la mirada. Los músculos que se marcaban bajo su piel bronceada hablaban de años de trabajo físico. El muchacho delgado y rebelde que conoció se había convertido en… Apartó la vista de sus pectorales y se obligó a mirar su rostro. Seguía siendo apuesto, con ese aire arrogante que lo hacía aún más atractivo. Y por la sonrisa que se dibujaba en sus labios —esos labios que tanto deseaba besar—, Sean sabía exactamente el efecto que causaba. —¿Qué te trae por aquí? —preguntó él, con voz grave. —Negocios —respondió ella, firme. Algo tangible. Algo que la ayudara a no caer en la tentación de preguntarle lo que realmente quería saber: ¿Qué nos pasó? Había esperado tratar con su padre. No con él. Pero se había equivocado. Sean llevaba ese lugar en la sangre. Y, por supuesto, lo dirigía mejor que nadie. —¿Negocios? —repitió él, entornando los ojos color caramelo. Julie deseó que dejara de mirarla así. Siempre había tenido la habilidad de leerle el pensamiento, y ahora era lo último que necesitaba. Tenía que mantenerse centrada. Su carrera dependía de ello. —Tengo una proposición para ti —dijo, con voz firme. Sean se irguió. Metro ochenta de músculos tensos y mirada penetrante. Entonces, esbozó esa sonrisa de niño malo que tanto la había perseguido en Londres. La misma sonrisa que la había hecho llorar durante meses. La misma que rechazó su oferta de construir una vida juntos. —Estoy seguro de ello, Ricitos. Abrió la puerta del coche para que ella saliera. Julie deseó poder ocultar el rubor que le cubría el rostro. Agradeció que su cabello, ahora lacio por los tratamientos, ya no tuviera los rizos rebeldes de la universidad. —Nadie me ha llamado así en años —musitó. —Mmm… una pena, Jules —dijo él, enredando un mechón de su cabello entre los dedos—. Evidentemente, no te conocen tan bien como yo… Julie se apartó bruscamente. —Tú no me conoces. Sean la miró con una ceja alzada, como si aceptara el reto. —Entonces tal vez sea hora de que lo hagamos de nuevo.El avión descendía sobre la costa dorada australiana, donde los eucaliptos parecían saludar desde abajo. Julie miraba por la ventanilla mientras Aurora y Noah dormían apoyados sobre ella. Cuatro años habían pasado. Cuatro años de llamadas nocturnas, visitas mensuales y trabajo entre husos horarios. Cuatro años que los habían transformado, y ahora, los traían de regreso. Sean, sentado a su lado, tenía ese gesto sereno que sólo se le veía cuando todo estaba en orden. Había viajado cada mes a Noosa para asegurarse de que la oficina siguiera latiendo con ritmo constante, mientras Julie tejía un nuevo mapa profesional desde Londres. Pero ya no más. Australia los esperaba. Y esta vez, los recibía como algo más que pareja: los recibía como familia. La compra del edificio fue más que una inversión. Fue una promesa cumplida. El espacio, antes vetusto y desaprovechado, se había convertido en el corazón de **Sell Publishing**, ahora listo para expandirse. Julie dirigiría las nuevas oficinas ju
Los días no se contaban en horas, sino en pendientes marcadas en la pizarra que Sean colgó frente al escritorio en su suite. Melbourne no era solo una ciudad ahora: era una promesa. El nuevo hotel, bajo el sello compartido de *Wilton & Co.* y su propia firma, debía ser impecable. Un comienzo que definiera el ritmo mientras él se ausentara para algo aún más importante. *** Margot—visionaria, precisa, directora general del proyecto conjunto—se convirtió en el contrapeso perfecto para Matías. Ella trazaba el diseño operativo, mientras él absorbía cada indicación como si fueran claves de acceso a un mundo que aún no dominaba. Sean los reunió cada semana en su despacho, delineando cada protocolo, cada escenario, incluso los imprevistos. —Cuando yo no esté —dijo Sean una tarde frente al ventanal, con los planos abiertos—, ustedes no deben mantener el estándar. Deben superarlo. Matías asintió sin titubear. —Lo haré. Lo haremos. Sean lo miró durante unos segundos. Ese joven había creci
El viaje por Italia se convirtió en una sucesión de paisajes que no necesitaban filtro: calles empedradas que contaban historias, balcones con macetas rebeldes, mercados donde el idioma era tan cálido como el pan recién salido del horno. Sean conducía el Maserati con la soltura de quien recordaba cada curva. Julie lo miraba en silencio a veces, como si verlo en su país de origen revelara nuevas capas de él que Londres o Australia no le habían mostrado. Pasaron por Liguria, donde los olores del mar parecían enredarse con los de las bugambilias. Luego Florencia, con su arte que desbordaba incluso las piedras. Sean la llevó al colegio donde cursó sus primeros años, y a la plaza donde había comprado su primera bicicleta. —Nunca pensé que volver aquí, contigo, pudiera sentirse como llegar —le dijo una tarde mientras descansaban junto a una fuente silenciosa. En Roma, caminaron de noche, con helado en mano y conversaciones suaves entre risas: —¿Tú crees que nuestros hijos aguanten
La cena en el restaurante del hotel tenía una atmósfera íntima, con luces cálidas colgando como luciérnagas elegantes y una brisa suave que cruzaba desde el jardín hacia las mesas junto a las ventanas. Julie jugaba con el borde de su copa, mientras Sean revisaba el menú sin demasiada prisa. —Estaba pensando —dijo Julie, interrumpiendo el murmullo elegante del ambiente—, en aquellas vacaciones que mencionaste... ¿recuerdas Nueva York? Sean levantó la mirada, sonriendo. —Las que nunca tuvimos. Las que imaginamos frente al río, con mapas y promesas. —Exacto. Creo que quiero tomarlas ahora. Panza incluida. Sean la miró con atención, dejando el menú a un lado. —¿Quieres viajar embarazada? —Quiero viajar contigo. Como pareja. Solos. Antes de tener a nuestros pequeños reclamando cereal y juguetes desde las seis de la mañana. Sean se rió, inclinándose hacia ella. —Entonces dime a dónde y lo hacemos realidad. Julie negó con una sonrisa. —Iré si tú vas. Y si
A la mañana siguiente, Sean se desperezó bajo la sábana blanca, el cabello alborotado y una sonrisa medio dibujada. —Estaba pensando... —murmuró—. ¿China te parecería un punto medio razonable? Entre Londres y Australia, digo. Neutral. Equidistante. Y muy buena comida. Julie soltó una carcajada, girándose hacia él. —Claro, porque nada dice “nido de amor” como una fábrica textil con vista al Yangtsé. Aunque pensándolo bien, podría aprender mandarín y abrir una oficina ahí. Llamarla “Redacción y arroz”. Él rio. —Lo estás considerando demasiado en serio, lo cual me inquieta un poco. Julie se estiró, con los ojos brillando. —No, hablando en serio ahora… estaba pensando que podría hablar con David. Tal vez podría trabajar a distancia, al menos por una temporada. Y si se puede… podría quedarme contigo en Australia. Pero no en Queensland. Sean se incorporó un poco, con sorpresa genuina. —¿Melbourne? Ella asintió. —Me gusta más su ritmo. Y sería más fácil p
El auto estaba esperando con el motor encendido. Negro, elegante, silencioso. Como si supiera que no debía interrumpir con ruido lo que estaba por comenzar. Luca bajó del asiento del conductor en cuanto los vio descender del jet. —Señor, señora Castelli —saludó con una leve inclinación de cabeza, sin romper el respeto ni la distancia. Sean le respondió con una mirada cálida, mientras tomaba la mano de Julie. —A la playa, por favor. Sin prisa. Solo que no falte la música baja. Julie se acomodó en el asiento trasero, sus dedos entrelazados con los de él, mientras el abrigo de su vientre parecía reclamar su propio protagonismo. El interior del auto era un pequeño santuario: aire perfumado con lavanda, cristales que ofrecían privacidad, y una playlist de piano suave que Luca había dejado lista tras una sugerencia meses atrás. Durante el trayecto, Julie miró el mar por la ventana. A lo lejos, la costa empezaba a pintar sombras sobre la arena. —¿Es raro que me e
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