C4: Ven conmigo.

Nadia dio un pequeño respingo cuando lo vio. Sus ojos se abrieron con un sobresalto casi infantil, como si acabara de descubrir algo que no debía estar allí. 

Por ese rincón del jardín no solía transitar nadie. Era un lugar discreto, apartado, donde solo se oía el susurro del viento sobre las hojas y los cantos lejanos de la música amortiguada. Aquel hombre era una presencia inesperada entre las sombras, y su sola aparición quebró la quietud de su escondite.

—Lo siento —dijo él—. No fue mi intención asustarte.

Ella lo miró con desconfianza y sorpresa. No lo conocía, no lo había visto antes entre los invitados, y sin embargo, allí estaba, como si el destino lo hubiese traído directamente hacia ella.

—¿Quién eres? —preguntó, entrecerrando los ojos, con la guardia aún levantada—. ¿Y por qué viniste hacia este lado de la casa?

—Demasiada gente allá —respondió él, encogiéndose ligeramente de hombros, como si el bullicio de la celebración fuera un peso en su espalda—. Solo buscaba un poco de silencio. Un respiro.

Ella lo observó con detenimiento, como intentando descifrar si decía la verdad o si todo aquello era la excusa de un psicópata que buscaba una víctima. Bajó la mirada apenas un instante y murmuró con un tono más amargo del que habría querido.

—¿Te abrumó tanta gente? Yo ni siquiera puedo hablar con los invitados...

Apenas terminó de decirlo, se dio cuenta de su error. Sus labios se entreabrieron como para retractarse, pero la frase ya había escapado. Él la observó, curioso, ladeando un poco el rostro.

—¿Por qué dices eso?

—No es nada —respondió ella, desviando la mirada con nerviosismo—. No importa. Debo irme.

Se giró, dispuesta a marcharse, pero él extendió el brazo con suavidad y la detuvo, sujetándola del antebrazo.

—Espera —le dijo—. Quizá puedas ayudarme.

Nadia volvió a mirarlo, desconcertada. Él parecía sinceramente interesado, pero ella aún no comprendía qué quería de ella.

—He visto un cuadro... uno que está exhibido entre los arreglos de la celebración —agregó Rowan—. Tiene una firma: Nadia Bennett. Por si acaso, ¿la conoces? ¿Podrías decirme quién es y si está en esta fiesta?

La pregunta la sobresaltó más que la presencia del hombre. Lo miró con incredulidad, como si no supiera si aquello era una burla o una coincidencia improbable.

—¿Por qué quieres saberlo? —preguntó con cautela.

—Porque su pintura me conmovió profundamente —respondió él sin vacilar, soltando el brazo de la chica—. Ese cuadro... algo en él me habló directamente. No he querido preguntarle a Jared. Sentí que, si mostraba demasiado interés, podría interpretarse como algo inapropiado, pero si tú pudieras ayudarme a encontrar a la autora, te estaría muy agradecido.

Ella dudó por un momento, pero no pudo negar que le agradó que aquel hombre le dijera que le gustaba su pintura, alguien que no fuera el repulsivo de su tío.

—Dime… ¿quién la busca?

—Mi nombre es Rowan Kohler, fui invitado por Jared a la boda de su hija.

Nadia expandió los párpados al escuchar su apellido. Había oído que los Kohler provenían de una familia muy bien posicionada económicamente, por no decir que eran ridículamente millonarios. Aquel apellido no lo tenía cualquier persona común, así que era evidente que Rowan formaba parte de esa familia adinerada.

Sin embargo, pensó que quizás se trataba de algún Kohler sin un puesto de mayor relevancia, nunca imaginó que se trataba del mismísimo CEO de Meridian Lux. De todos modos, aunque Rowan no tuviera un estatus demasiado alto, cualquiera que llevara el apellido Kohler sobrepasaba por mucho a la familia de Jared.

—Tú… ¿sabes de pintura? —preguntó ella, con una chispa de curiosidad—. Digo, por el comentario que hiciste sobre el cuadro.

—En realidad, no. Al menos, no de forma técnica —respondió él—. Pero sé leer emociones. Puedo identificar los sentimientos atrapados en una imagen. Y aquel cuadro... era dolorosamente claro. No necesitaba ser un experto para entenderlo. Por eso tantas personas lo encontraron extraño, porque no supieron nombrar lo que sintieron. Pero yo sí. 

Ella lo contempló sin disimulo. Tenía algo en el rostro, quizás las líneas sutiles junto a los ojos, la sombra leve de una barba que no intentaba ocultar, la calma con la que respiraba. Era un hombre que, sin duda, pasaba los treinta años. Pero más allá de su edad, lo que más llamaba la atención era esa especie de temple silencioso, esa aura que irradiaba sin esfuerzo, como si su sola existencia prometiera abrigo, protección, refugio, como si pudiera protegerla del mundo entero sin siquiera levantar la voz.

Y, sin embargo, no era esa promesa lo que la desarmaba por dentro. Era que, por primera vez en tanto tiempo, no sentía miedo. En ningún momento de aquella conversación breve e inesperada sintió que debía huir. No había en él las manos ansiosas de su tío, ni la voz disfrazada de afecto que en realidad era una cadena. 

Era extraño hablar con un hombre que no fuese su tío. Extraño… y al mismo tiempo liberador.

—Tú… —dijo ella, sin apartar la mirada de la suya— tú pareces un buen hombre.

—¿De verdad? —alegó él con una ligera sonrisa—. Gracias, tú eres muy agradable.

De pronto, Nadia dio un paso hacia él, luego otro, hasta quedar completamente frente a Rowan. Podía oír su respiración, podía ver la sinceridad en su mirada. Entonces, lo tomó de la mano con lentitud. Pudo sentir la aspereza de su piel, los dedos y la palma que irradiaban masculinidad. Era más grande que la suya, y para ella, aquello era un símbolo de fuerza, anhelando que con ella la protegiera.

—Ven conmigo —soltó de repente, a lo que él la miró extrañado.

—¿A dónde? —preguntó Rowan.

—Quiero mostrarte un lugar —expuso—. Has sido muy amable conmigo, y quiero corresponder a esa amabilidad.

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